Las estrellas, las primeras maestras de filosofía

"Omnia quia sunt, lumina sunt", Juan Escoto Erígena

El acto fundamental del ser humano que busca conocer --asomarse y asombrarse ante el misterio-- es mirar las estrellas en el cielo. Cuando una persona voltea a mirar al cielo y observa los pulsos luminosos --y se maravilla y se pregunta-- se forma una resonancia que es una comunicación del lenguaje de la luz y una comunión con miles y millones de personas más que han extendido la interrogación de su mente al firmamento. No se debe despreciar la profundidad filosófica de esta canción de cuna que describe el asombro primordial:

Twinkle, twinkle, little star/ How I wonder what you are./ Up above the world so high,/ Like a diamond in the sky.

La filosofía, el amor a la sabiduría, nos dice Aristóteles en su Metafísica, nace del asombro, del admirarse, del maravillarse: 

Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración... el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia. (Por eso también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo; pues el mito se compone de elementos maravillosos).

La palabra que utiliza Aristóteles y la cual tradicionalmente se ha considerado el origen del quehacer filosófico es thaumazein (traducida aquí como admiración; en ingles wonder) y que tiene su raíz en "ver o mirar". Esto es, el encantamiento o el asombro de mirar, de contemplar algo desconocido y maravilloso, que engendra el deseo de saber, como las estrellas --y es que, aunque para la modernidad sobreestimulada los astros tal vez hayan perdido su encanto (¡y su visibilidad!), para casi cualquier hombre en la historia de la humanidad nada podría compararse en asombro con mirar la vastedad del espacio y las luces que insinuaban un lenguaje desconocido: esas sílabas luminosas que nos deletrean. 

El maestro de Aristóteles, Platón, es aún más claro (y verdaderamente cósmico) en esta noción de que la filosofía nace del asombro o de la admiración y particularmente de las analogías que surgen a partir del acto de observar los movimientos de los astros y de encontrar un significado en relación con nuestra vida en la tierra. "Este sentido de admiración es el sello de los Filósofos. La filosofía de hecho no tiene otro origen, y fue un buen genealogo quien hizo a Iris hija de Thaumas" (Teeteto 155).

Pero es en el Timeo donde Platón deja más clara esta relación entre la filosofía, el asombro y los astros:

Ya que si no hubiéramos visto las estrellas, el Sol y el cielo, ninguna de las palabras con las que hemos descrito el universo habrían sido dichas. La visión del día y la noche, los meses y las revoluciones de los años, han creado el número, y nos han dado un concepto del tiempo y el poder de investigar la naturaleza del universo; y de esta fuente hemos derivado la filosofía.

Aquí Platón hace eco de uno de sus maestros, Pitágoras, quien percibió que existía una armonía universal y que la música, las matemáticas y las estrellas eran tres aspectos de un mismo lenguaje o código universal, y por lo tanto cada una de ellas era traducible en la otra. Así, hay una cierta música que se susurra en mirar el firmamento y evidentemente hay cierto orden matemático que se logra percibir con la mirada desnuda que se acerca a la luz de las estrellas. Kepler, inspirado en esta idea de la música de las esferas, logró establecer las leyes de las órbitas planetarias, a las cuales veía como una gran sinfonía matemática.

David Fideler en su libro Restoring the Soul of the World nos permite apreciar la elegante belleza de la observación que hace Platón en el Timeo:

Platón lo resumió perfectamente: A través de sus movimientos en ciclos regulares, las estrellas y los planetas pulsan patrones y ritmos. Estos ritmos nos enseñan el número, lo que luego desarrolla las matemáticas. Las matemáticas nos permiten indagar el orden de la naturaleza, dando a luz a la ciencia y a la filosofía en el proceso. Así, entonces, las estrellas nos enseñan filosofía, y nos despiertan a las regularidades subyacentes del patrón cósmico en el cual estamos imbricados.

Un punto importante que hace Fideler es que la ciencia y la filosofía tienen el mismo origen y eran una en el principio (y serán una en el final: la división es ilusoria). Einstein lo sabía: "Sostengo que un sentimiento de religiosidad cósmica es el más fuerte y noble motivo para realizar investigación científica". ¿Qué es ese sentimiento de religiosidad cósmica mas que un deseo de re-ligarnos a las estrellas, descubrir nuestro origen en común y entender las razones de la luz?

Hay otro punto importante que hacer: la relación de identidad entre la luz y la inteligencia. Platón también en el Timeo nos dice que el cosmos es un "único animal de luz" y que su naturaleza es inteligible. Reconocemos un eco de esta idea en una línea del poeta Lezama Lima: "La luz es el primer animal visible de lo invisible". La luz es un animal, es decir un ánima, un alma --el alma del mundo-- y es aquello que primero brota del mar de lo indiferenciado en el proceso o en el plan de hacer conocida a la Unidad o aquello absoluto insondable que yace oculto.

Los sacerdotes de civilizaciones como la babilónica o la aria de la India eran también astrónomos --y los templos eran también observatorios y estaban hechos bajo un esquema de correspondencias y analogías con el cosmos para encarnar una filosofía de la naturaleza. La filosofía astrológica clásica (ejemplificada por el sistema de Ptolomeo) consideraba por su parte que las estrellas fijas, más allá de las esferas planetarias, eran la esfera de las inteligencias angélicas. Las metáforas en la historia de la poesía y del misticismo que equiparan a los ángeles con las estrellas son innumerables, baste recordar el Libro de Job, citado por Borges, para hacer justamente este punto de que los ángeles son las estrellas: "cuando me cantaron juntamente estrellas de aurora y se regocijaron todos los hijos de Dios". El "coro de ángeles" es la constelación universal de los astros, que son mensajes y medios de comunicación de la luz inteligible de Dios. Entre los cabalistas es usual mencionar que los ángeles instruyeron a Adán en el paraíso, revelándole las letras y los números en la claridad del día. Manly P. Hall sugiere que ese jardín primordial es el espacio mismo, el verdadero maestro de la humanidad y que de hecho la gran fraternidad universal de los iniciados de todas las eras no es más que el espacio en toda su vastedad. 

De manera más literal aún, se ha sugerido que la luz misma es conciencia, es res cogitans. Dice Jung:

Ya que la conciencia siempre ha sido descrita en términos derivados del comportamiento de la luz, en mi perspectiva no es exagerado pensar que estas múltiples luminosidades corresponden a diminutos fenómenos conscientes. Esta luz es la "lumen naturae" que ilumina la conciencia.

La  lumen naturae o "luz de la naturaleza" es el término que utiliza el gran médico y filósofo hermético Paracelso para describir una forma especial y superna de conocimiento que solamente podemos sugerir con el término intuición. Para Paracelso era posible tener un conocimiento directo, no analítico de las cosas, a través de un puente de identidad, simpatía o conexión, es decir, es la luz misma en las cosas la que se comunica, se dice a sí misma. Esta luz de la naturaleza es la gran maestra del médico y del hombre de fe, revelándole remedios y medicinas para el cuerpo y para el alma. (En el budismo tibetano, que coquetea tanto con el chamanismo, se habla de los dralas, que son también  las luces de los elementos de la naturaleza que revelan la realidad tal como es, más allá de interpretaciones: percepciones que son iluminaciones).

En uno de los Prajnaparamitas, los Sutras de la Sabiduría Perfecta, centrales al budismo mahayana, el Buda señala:

La mente carece de mente;

la naturaleza de la mente es la luz clara.

(Astasahasrika, Prajnaparamita

Algunos maestros budistas --incluyendo al mismo Dalái Lama-- consideran que en estas dos líneas yace la totalidad de las enseñanzas, de los sutras y los tantras. Curiosamente estas palabras no fueron enunciadas por el Buda en vida, sino a través de una comunicación en una dimensión luminosa accesible sólo a bodhisattvas. Es la luz misma la que revela que la mente es sólo luz, una luz más sutil que la luz que percibimos (esa luz a la que hace referencia Platón cuando dice que todos vemos el cuerpo del Sol pero nadie ve su alma). Esta luz clara (osel) es también el vehículo para atravesar los mundos intermedios y superar la existencia cíclica del samsara, según explica el Bardo Thödol. En el más alto yoga de la tradición del budismo tántrico, el dzogchen, el culmen de la práctica es alcanzar el cuerpo arco iris o el cuerpo de luz, con el cual el cuerpo físico literalmente se derrite en la luz y se fusiona con el cuerpo de la totalidad (dharmakaya). Esta bella imagen nos hace pensar en una noción fundamental a las diferentes tradiciones místicas: que para conocer algo uno debe primero hacerse como aquello que es conocido. Según Goethe: "Si el ojo no fuera como el Sol, nunca podría percibir el Sol". "Emplea tu propia luz y vuelve a la fuente de luz. A esto se le llama practicar la eternidad", dice el misterioso Lao-Tse, quien conoció el Tao, no de otro hombre sino de observar el cielo y la tierra. Así, en la última frontera, donde se disuelve la dualidad, nuestra conciencia se hace una con la luz, conoce y es conocida. ¡El filósofo se transforma en filosofía!

 

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