Aun sin ser conocedores precisos de la historia del arte, es posible que muchos de nosotros identifiquemos con cierta inmediatez la época a la que pertenece una pintura con sólo verla. Si hay algo fascinante en el desarrollo de la plástica es darse cuenta de cómo cada momento se ha expresado con colores y matices específicos, con cierto uso de la luz, mostrando a las personas en ciertas posturas, etcétera.
En este sentido, al período barroco (ca. siglos XVII–XVIII) se le reconoce por el uso del claroscuro, el contraste de la luz que da cierto dramatismo a la escena pintada. Esto en parte es expresión de la tendencia que los artistas barrocos tenían hacia el “sentimiento trágico de la vida”, por decirlo así, su angustia ante la finitud de la existencia y el agotamiento de todas las cosas. Velázquez, Caravaggio, Rembrandt: si pasamos rápidamente la mirada por sus obras descubriremos una paleta de colores similar, como si entre los tres (y otros) hubiera una fraternidad secreta, inadvertida quizá pero obvia.
Siguiendo esta estética tan particular, el fotógrafo Matt Crabtree tuvo la idea de convertir pasajeros del tube londinense en inesperados protagonistas de retratos barrocos. Y el resultado es sorprendente, pues de pronto, por la gracia de la manipulación digital de la imagen, un oficinista común y corriente, una estudiante, una mujer mayor que quizá se dirige a visitar a su amiga, se transforman en campesinos, cortesanos, cabreros o cualquier otro personaje de ese catálogo que, por otro lado, tan bien especificó Vermeer.
Después de todo, hacer de nuestra cotidianidad una obra de arte puede ser más sencillo e inmediato de lo que suponemos.