Quizá sólo después de que el hombre fue capaz de la autoconciencia, es decir de reconocerse existiendo, la segunda noción más antigua fue la de relacionarse con el entorno de una forma trascendente. Esta interacción con las fuerzas y elementos que nos rodean muy posiblemente comenzó ya inmersa en un carácter sacro, herramienta natural para relacionarnos con un mundo misterioso y completamente desconocido. Así, resulta fácil imaginar ese halo de divinidad que emanaba todo, desde los árboles y el fuego hasta la tormenta, el eclipse o la encrucijada.
En ese contexto animista que reinó en buena parte de nuestra trayectoria en el planeta, de la cual por fortuna aún quedan algunos ecos, cada objeto, y por lo tanto su representación pictórica, tenía un carácter sacro. Así que un catálogo de los primeros símbolos sagrados utilizados por el hombre incluye, para nuestra sorpresa, piezas ultrasimples que si bien para nosotros podrían parecer abstracciones infantiles, en realidad contenían una carga ritual importante y alimentaban los primeros cimientos de las primeras cosmogonías.
En este sentido valdría la pena reflexionar sobre la simpleza de la espiritualidad original (y de hecho de la realidad en sí), en contraste con la rebuscada "sofisticación" de la retórica espiritual contemporánea, esa vistosa lasaña que germina hoy. Tal vez la búsqueda espiritual, al menos la más genuina, sea infinitamente más simple de lo que actualmente pretendemos.
La especialista en pinturas rupestres Genevieve von Petzinger realizó una especie de censo que registra la repetición de ciertos símbolos, todos trazados durante el paleolítico, de acuerdo con las distintas regiones del mundo en donde se han encontrado cavernas impresas. La repetición de representaciones no sólo alude a los elementos ambientales con los cuales se relacionaban los hombres de aquellos tiempos, seguramente también revela algunas pinceladas de arquetipos que con el tiempo irían consolidándose en la mente colectiva –y que permanecen hasta la fecha.