Somos lo que comemos --o eso dicen a menudo, pero lo anterior es cierto en más de un sentido. Por ejemplo, la comida que ingerimos no solamente nos alimenta con nutrientes necesarios para mantener nuestro cuerpo con vida, sino que dependiendo de lo que comamos nuestras emociones cambian, lo que impacta positiva o negativamente nuestro estado de salud.
Según la psicóloga Judith Brisman, la forma en la que comemos actualmente es por lo menos desordenada y obedece más a factores psicológicos que fisiológicos. Por ejemplo, el hecho de comer carbohidratos algunos días y otros no corresponde a una organización racional de la alimentación, un tipo de planeación y regulación que está hecha para modificar nuestra estructura corporal (en un régimen nutricional para bajar de peso, por ejemplo) pero que sin duda no es "natural".
¿Y si comiéramos solamente lo que nuestros cuerpos piden? Sería maravilloso, de no ser porque nuestra mente es la que lleva la voz cantante en cuanto a lo que entra en nuestro cuerpo. Y no sólo eso: nuestras emociones dictan la mayor parte de las veces lo que ingerimos, lo cual se demuestra por el hecho de que los seres humanos comemos no sólo por hambre --es decir, para saciar una necesidad energética-- sino también para celebrar algunos eventos o por estrés --es decir, para compensar sentimientos negativos.
A esto Brisman lo llama "alimentación desordenada", que no debemos confundir con "desórdenes alimenticios" (instancias patológicas asociadas al comer). De acuerdo con la doctora, todos tenemos algún tipo de alimentación desordenada. Nuestra genética puede jugarnos en contra pero son nuestras emociones, la cultura circundante y la vida moderna lo que más contribuye al caos gastrointestinal.
Según la genética algunas personas siempre se sentirán hambrientas, ya sea a causa de su metabolismo o de otros factores, sin que esto deba confundirse con un desorden alimenticio. Las tablas de pesos sanos siempre deben tomarse como parámetros pero ningún cuerpo es igual a otro, y lo mismo ocurre con los hábitos alimenticios de dichos cuerpos. Factores de personalidad, como ciertas neurosis o rasgos muy controladores, tienden a desarrollar con más frecuencia el aspecto patológico de esta tendencia a comer mucho, lo que puede desembocar en anorexia.
También comemos para lidiar con el estrés: mientras más estemos rodeados de un ambiente estresante y opresivo, más tendemos a paliar nuestra ansiedad con comida u otros suplementos, como el tabaco, que no resuelven el estrés pero nos dan una sensación de control frente a los sentimientos negativos. Por si esto no fuera suficiente, la cultura de masas prescribe una serie de hábitos descabellados relacionados con comer: publicidad de modelos con cuerpos irreales comiendo grandes hamburguesas, comida procesada industrialmente y una total desconexión de las personas con las fuentes de sus alimentos (sin contar con que en una ciudad rara vez veremos a alguien que coseche o cultive su propia comida) nos ponen en una situación insostenible.
La conciencia alimentaria está en el principio de la civilización: la palabra "cultura" tiene un sentido etimológico muy claro relacionado con la tierra, el cultivo y los ciclos del crecimiento vegetal. Recobrar poco a poco el control de lo que comemos es un objetivo encomiable pero difícil de sostener en las megalópolis de hoy en día, donde lo único que cultivamos son hobbies y hábitos procesados.