El hombre se ha convertido en el sojuzgador global de la biosfera. Pero por ello mismo se ha sojuzgado en ella.
Edgar Morin, El Método II: La vida de la vida
Corriendo felices o arrastrándonos desdichados por la larga y tortuosa calle de nuestra vida, pasamos junto a vallas, vallas y más vallas de madera podrida, tapias de arcilla, cercas de ladrillo, de hormigón, de hierro. No nos paramos a pensar qué podría haber detrás de ellas. No intentamos elevar la mirada ni el pensamiento por encima de las mismas, pese a que, precisamente allí empieza el país del Gulag, tan cerquita, a 2 metros de nosotros.
Alexander Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag
1. El demonio del demonio
La matrona lo guió a través de un atestado pasillo, oloroso a humedad y al tufo infesto y oxidado de las botas lodosas y gastadas de los comensales. El muchacho temblaba de miedo, tenía 21 años y era la primera vez que yacería con una mujer.
Dentro se apretujaban los miembros alemanes del ejército de ocupación, espías germanos o germanófilos fieles a Hitler, filas de las SS en descanso que no dejaban de parar oreja y afinar el ojo para detectar sospechosos.
¿Pero quién no resultaría sospechoso en aquel lugar, en ese tiempo y en plena ocupación francesa por parte de Alemania? Por eso los nazis preferían concentrarse en sus bebidas y en los objetivos de todos los asistentes: las chicas.
En el prostíbulo parisino se desdibujaban por instantes las diferencias raciales, nacionales, étnicas, culturales. Todos querían lo mismo y se encontraban poseídos por similar demonio femenino.
De cualquier manera no dejaba de estar presente la posibilidad de que alguien fuese reconocido como judío, gitano, comunista, anarquista o miembro de la Resistencia francesa y detenido al instante por las fuerzas invasoras o sus colaboradores.
Del mismo modo, se encontraban en el lugar lujuriosos ciudadanos franceses comunes y corrientes: gentiles, quienes no podían dejar de frecuentar las casas de citas parisinas pese a la ocupación y la guerra. Judíos evadidos y disfrazados, igualmente adictos a las putillas, a quienes no importaba arriesgar el pellejo con tal de aspirar aunque sea por última vez, antes de abandonar París o de resultar apresados por los invasores, el aroma ocre, a perfume barato y a sexo no siempre higiénico pero igualmente enloquecedor de las prostitutas.
Subieron las escaleras y accedieron a una pequeña sala del segundo piso donde se encontraba la “mercancía”. Un ascenso en las entrañas del infierno. Sobre los sofás, apenas cinco muchachas para brindar satisfacción a un ejército multirracial de más de 50 clientes, forzados durante sus campañas a la abstinencia temporal; un batallón desesperado y ganoso, con los testículos repletos hasta el límite de su contenido seminal, causándoles punzadas y un irrefrenable deseo de evacuarlos a toda costa al interior de las entrañas de alguna hermosa sexoservidora. Para eso estaban ellas.
Una muchacha podía complacer ella sola a más de 20 hombres de un jalón en una única jornada de trabajo de 8 horas. Y algunas veces el trabajo era excesivo, como en estos días de guerra.
El chico eligió a una pirujita muy joven, mitad francesa y mitad eslava, probable descendiente de inmigrantes gitanos ilegales. Sus rasgos faciales le resultaban un tanto toscos: tenía cicatrices de picaduras de viruela en la frente y las mejillas, los senos chiquitos y puntiagudos, pero poseía una silueta delicada, esbelta, y aparentaba intimidarse frente a sus clientes. Esto fue lo que mayormente atrajo al joven Edgar Morin.
La muchacha lo guió hasta una pequeña habitación y comenzó a desnudarse. Sin la ropa, sus senos resultaban aún más diminutos de lo que les ayudaba a disimular el sostén. El cabello corto y las caderas estrechas de la joven le hicieron sentir que se encontraba a punto de acostarse con un chico. Empero, las maneras morosas de su trato, su discreción y timidez, una voz susurrante con acento y frases extranjeras y una frente amplia, anuncio de una inteligencia penetrante y unos ojos inmensos y color ámbar, sumamente vivaces, terminaron convenciéndolo, incluso cautivándolo.
Acercó su rostro al cuello de la prostituta, nada más aspiro el perfume nácar de su piel y su miembro comenzó a palpitar, anunciando la inevitable erección juvenil. La chica hizo que se tendiera sobre un camastro que rechinaba con su peso.
De pronto, al otro lado de la habitación se escucharon las voces en alemán de unos SS. Morin no entendía su lengua, pero el tono agresivo con que bromeaban y vociferaban ebrios lo amedrentó, haciendo que su pene se inhibiera, poco antes de que la muchacha se montara sobre él, impidiéndoles la copulación. El joven antropólogo se percató repentinamente de que había sido circuncidado cuando niño. Esto jamás le importó en el pasado. Su adscripción a la cultura judía por ningún momento le pasó por la mente, nunca asistió a sinagoga alguna ni leyó jamás las Sagradas Escrituras; su padre, aunque de origen también judío, siempre fue laico y ateo. En lugar de la Tora o la cábala, le transmitió antiguas y populares canciones españolas, francesas y portuguesas que le silbaba todas las mañanas o acompañaba con una vieja guitarra árabe.
El pene se le disminuyó de miedo junto con la bolsa arrugada de su escroto, hasta convertirse todo en una tímida y diminuta ciruela pasa asustadiza. Si los nazis se daban cuenta de que un joven circuncidado se encontraba dentro fornicando con una prostituta mitad francesa y mitad gitana, seguro los apresarían a ambos y los enviarían directo a los campos de concentración.
Los gritos de los nazis se escucharon algunos minutos más y luego desaparecieron por las escaleras. Probablemente bromeaban y regateaban el precio de sus servicios con las mujeres, no llegando a convencerlas.
La gitanita, percatándose de lo que ocurría con el muchacho muerto de miedo, se inclinó sobre su entrepierna, aún recostado su cuerpo entero sobre aquel catre. Susurró dos frases dulces en algún dialecto húngaro o serbiocroata que el antropólogo desconocía, y comenzó a lamerle el miembro y los testículos con cuidado, introduciendo luego el glande en su fina boca, hasta devolver de nueva cuenta la vida al órgano sexual mortificado. El fuego alimento su ingle hasta erguir su miembro a su máxima capacidad. Excitada también, la chica se precipitó a cabalgar al antropólogo inexperto sin preservativo, quedando penetrada por él de un sentón y depositando un besito tímido en los labios anhelantes del muchacho.
2. La vida de la muerte
Sé ahora que es preciso pensar con y contra la contradicción.
Edgar Morin, Mis demonios
Aunque no era antropólogo con formación oficial o institucional. No habiendo asistido por decisión propia jamás a la universidad, abrevó de todas las bibliotecas francesas que pudo. Primero literatura: leyó una inmensa cantidad de novelas durante su infancia y adolescencia, al mismo tiempo que asistía a diario al cine, otra de sus grandes pasiones. El séptimo arte y la novela serían acompañantes imprescindibles suyas por siempre.
Durante la ocupación alemana se sensibilizó políticamente, lo que le hizo iniciarse en el marxismo, la sociología y la antropología. Desde entonces se constituiría en un científico social inclasificable, híbrido y autodidacta, externo y ajeno a cualquier institución universitaria.
Construiría una dialéctica personal en su teoría y en los libros que iría escribiendo poco a poco a lo largo de toda su vida. La muerte no era el fin ni la culminación de nada, sino un comienzo que brindaba la posibilidad de la regeneración, la reinvención y un nuevo nacimiento para la vida.
Debido a su dialéctica, sería perseguido y proscrito durante casi toda su existencia. Acusado de hereje, de ecléctico y caprichoso librepensador que doblegaba los dogmatismos. Si durante la guerra se hizo comunista y miembro de la Resistencia francesa, primerio sería vilipendiado y repudiado por los estalinistas. Los textos de Alexander Solzhenitsyn lo harían tomar conciencia de los horrores soviéticos y comunistas, los gulags y las limpiezas étnicas ordenadas alegremente por papá Stalin. Algunos años más tarde calificaría de pesadilla a la revolución cubana. Por eso renunciaría a su comunismo, no conservando de él más que el humanismo y el criticismo de Marx y de un Hegel de izquierda, por cierto olvidados por los estalinistas y una izquierda universalmente inculta.
Luego de la liberación de Francia sentiría asco ante los miembros de la Resistencia, quienes con el mismo odio con que fueran perseguidos durante el nazismo ahora atacarían hasta la muerte no sólo a todo lo nazi, sino a todo lo alemán y a cualquier sospechoso de colaboracionismo.
Según él, su propia crítica lo acercaría más a Jesús, a Sócrates, a Spinoza y a Buda que a cualquier ideólogo moderno de izquierda o derecha. Su ética y su método de análisis lo colocarían por encima de cualquier extremismo de uno u otro lado de las ideologías. De ahí que poco a poco se fuese engendrando en él su célebre pensamiento complejo.
Según Morin, debía desarrollarse una ética de la comprensión del otro, una conciencia que unificara las demandas biológicas, antropológicas, psicológicas y culturales del hombre. Un pensamiento que más bien buscara comprender, entender y perdonar al otro a partir de sus diferencias y su otredad. De aquí que poco a poco se fuese gestando también su ética planetaria.
Por ello mismo, años más tarde repudiaría la fusión pueblo-Estado-religión de Israel. En el momento en que una religión se perdiera, entremezclada burdamente con la identidad de un país y con su gobierno, nos encontraríamos ante la fanática peligrosidad de una potencia bélica y autoritaria. Lo mismo ocurriría con algunos países de Medio Oriente, incluso con algunas tendencias norteamericanas y, tristemente, también con muchos otros sitios del mundo. Al leer a Morin asociamos sin evitarlo el caso de algunos países de América latina, donde ciertos líderes creen hablar de una religión única y absoluta a la que adhieren de facto a todos los miembros de un país haciéndolos católicos, considerándose luego con el derecho de hablar en nombre de todos los mexicanos guadalupanos, por ejemplo, encontrándonos ante las semillas de los fanatismos más canibalescos y la intolerancia más explosiva, susceptible de enormes violencias, de las cuales la gente luego se pregunta el origen, creyendo con ingenuidad que surgen de la nada o que fueron importadas de algún planeta desconocido por seres inverosímiles que no existen.
Si los exmiembros de la Resistencia francesa luego tendrían la oportunidad de acceder a puestos de profesores e investigadores, el caso de Edgar Morin, debido a su herejía política, a su radicalismo humanista cercano al de Jesús y Marx y a su eclecticismo, resultaría excluido de todo tipo de privilegios, forzado en el inicio a vivir de modestas publicaciones en periódicos y revistas, manteniendo con mucho esfuerzo a sus hijas, luego censurado y vuelto a repudiar por sus opiniones casi siempre contrarias a las mayorías.
Por defender la visita de Arafat a Francia sería odiado por los judíos. Por acusar de inhumanos a los comunistassería perseguido por los hijos de Stalin, Kruschev y Castro.
Poco a poco comenzaría un lento reconocimiento de su obra, primero su libro sobre la muerte y luego sus textos sobre política y cultura, que comenzarían a brindarle la posibilidad de impartir conferencias y clases en todo el mundo. Más tarde, sus incontables tomos del Método lo convertirían en uno de los más importantes pensadores modernos.
3. La Vida de la Vida
Entrevemos aquí que la muerte es mucho más que la muerte ya que no sólo es desorganizadora, destructora, sino también nutritiva, regeneradora, y en fin reguladora.
Edgar Morin, El Método II: La vida de la vida
¿Cabe posibilidad alguna de la existencia de Dios?, se pregunta Morin en el tomo II de El Método: La vida de la vida.
Si la vida en el planeta y la cultura humana consisten en sistemas altamente complejos y evolucionados, inscritos a su vez en un macrosistema global que es el universo entero, entonces, dice Morin, Dios sería el sistema maestro, la complejidad misma rectora de todo. Empero, se ha demostrado por muchas fuentes provenientes de diversos campos del conocimiento incluso lejanos entre sí como la astronomía, la biología, la psicología y la ecología, que los grandes sistemas ecológicos y planetarios son inconscientes. Es decir, si acaso existe Dios, cosa que de cualquier manera no se puede demostrar, su actuar es inconsciente o ciego, nos dice Morin, o simplemente nos encontramos ante un dios cuyas intenciones nos es absolutamente imposible conocer.
La vida en la Tierra provino de un lugar exterior lejano a nuestro planeta, traída con los asteroides en pequeñas bacterias y células que luego evolucionaron desde el océano, haciéndose crecientemente complejas e inteligentes, hasta formar la cultura humana y las sociedades que él denomina ahora planetarias.
¿Cabe la posibilidad de vida en otros planetas?, se pregunta del mismo modo Morin en La vida de la vida: solamente en otros macrosistemas, galaxias lejanas, donde pudiesen existir seres con conciencia propia, análoga o semejante a la humana, pero constituidos no por estructuras celulares hechas de proteínas, como las plantas y animales que habitamos la Tierra, sino por otro tipo desconocido e impensable de organización de la vida compuesta de electrones puros, como materia solar.
4. Always forever now
El acto sexual duró en realidad muy poco, no más de 10 minutos. El inexperto joven de 21 años no tardó en sentir la urgencia de la eyaculación. Su miembro comenzó a palpitar, sacudiendo su cuerpo entero con fuertes convulsiones que se precipitaban desde su esternón y su pecho hasta su ingle. Una fuerza descomunal, presurosa y húmeda fue arrojada al interior de las entrañas de la hermosa gitana. “Siempre te recordaré…”, le dijo él, cariñoso, en su francés casi adolescente, pero ella parecía no entender su lengua; se limitó a inclinarse sobre él, aún sin separarse ni dejar de encontrarse penetrada y lo besó con ternura. “Always forever now…”, atinó a decirle, adivinando que si no en francés, quizá su burdo inglés llegaría a ser comprendido por la hermosa hetaira.
Twitter del autor: @adandeabajo