La Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) es una de las corporaciones de seguridad más poderosas del mundo: su misión durante las últimas décadas ha sido no solamente “reforzar las leyes de sustancias controladas y regulaciones de Estados Unidos” sino servir como una especie de caja de ahorros, alimentada regularmente por todo aquello que decomisa.
La guerra contra las drogas puede comprenderse mejor si la pensamos como un dispositivo de control ideológico y de los miedos de la gente: tanto en EE.UU. como en el resto del mundo pos-9/11, la palabra clave ha sido “seguridad”. Para brindarnos esa “seguridad” los gobiernos asignan grandes presupuestos a otras palabra claves, “defensa” y “seguridad nacional”, lo que permite que de facto vivamos, en México y en muchos países, en un estado de excepción policial en el cual las agencias del orden pueden repartirse propiedades y bienes de narcotraficantes mientras en la esfera pública se regodean en su “buen trabajo”.
Los lentos esfuerzos por legalizar el uso recreativo y medicinal de la cannabis en distintos estados de EE.UU. sólo dejan claro que la DEA no pretende llegar a la raíz del problema, simplemente porque no existe tal raíz: es un buen negocio criminalizar a los usuarios de cannabis, simplemente porque la mayoría del presupuesto que reciben se destina a combatir esta sustancia en particular. Una legalización total de la cannabis dejaría a la DEA en la incómoda situación de interrumpir la cadena de corrupción que distribuye cocaína, heroína y otras drogas ilegales en el territorio estadounidense (a pesar de que su jurisdicción es borrosa y sus alcances insospechados).
Pero el problema concreto con el funcionamiento actual de la DEA es su programa de decomisos (sobre todo de dinero en efectivo) si se sospecha que alguien está involucrado en actividades ilegales. Según un reporte de ATTN, un hombre que viajaba en tren por Nuevo Mexico perdió los ahorros de su vida cuando un agente de la DEA le confiscó un sobre con 16 mil dólares, los cuales usaría en Los Angeles para comenzar una compañía productora. Naturalmente, el agente no encontró evidencia alguna para incriminar al hombre de ningún crimen, pero la DEA se quedó con su dinero de manera perfectamente legal.
Al no conocer las leyes, la gente se vuelve vulnerable al abuso de poder de los supuestos agentes del orden. Sin embargo, también la ley parece funcionar en contra de todo sentido común cuando vemos que el tráfico de estupefacientes en ambos lados de la frontera sigue su curso como si nada y escuchamos de arrestos espectaculares y titulares de revistas del corazón con narcos involucrados sin ponernos a pensar que vivimos en una distopía donde el Estado, el crimen organizado y las condiciones actuales del capitalismo dejan al ciudadano común y corriente en situación de vulnerabilidad legal y financiera.
Por desgracia no se trata de una ficción sino de una época entera que recae bajo el título “guerra contra las drogas” y que podemos acotar, grosso modo, entre la década de los 90 del siglo XX y lo que va de este siglo XXI.