En el clásico de Stanley Kubrick vemos un acto transformador, disruptivo, que se repite como un leitmotiv. Es el acto de tocar el monolito, esa misteriosa obra de ingeniería extraterrestre. A finales del año 2015 podemos continuar especulando sobre sus múltiples significaciones, pero no podemos seguir dejando de lado el elefante en la habitación; el monolito en la habitación. El monolito en la mano, en mi propia mano. Aunque en 1968 no existiera nada ni remotamente similar a un teléfono celular como los existentes en el mercado desde hace un par de años, estoy escribiendo estas líneas desde un monolito. La estructura simbólico-geométrica es la misma; el color, ese negro profundo que paralizó a nuestros ancestros.
Antes de Steve Jobs y de Sir Jonathan Ive los teléfonos, no tan inteligentes de paso, se parecían más a los comunicadores de Star Trek, unos aparatos tecnológicos con tapita que servían única y exclusivamente para poner a dos personas en contacto. Estas formas rectangulares y misteriosas que llevamos en los bolsillos, por el otro lado, nos conectan al universo de un modo que sólo William Blake o Isaac Asimov podrían haber predicho. La experiencia háptica en la que nos envuelven se acerca más al éxtasis generado por un encuentro extraterrestre que a una simple comunicación telefónica entre individuos. Si no estuviésemos tan acostumbrados y aburridos, si nos detuviésemos por algunos segundos cada vez que tocamos la pantalla para contestar un Whatsapp o para tomar una foto de un atardecer en una ciudad cualquiera, podríamos distinguir el Réquiem de Ligeti taladrándonos los corazones.
La convergencia entre carne y monolito es el epicentro de la odisea en el espacio; la intersección entre hombre y esa tecnología misteriosa representa un salto evolutivo, una aceleración en la conciencia que podría tener alguno que otro punto de contacto con las teorías de Terence McKenna y Barbelith. En el medio, siempre, la tecnología. Pero, por el otro lado, este acto transformador tiene una contracara, un aspecto negativo visible tanto en la actualidad como en la propia película de ciencia ficción y está claramente relacionada con el paso del tiempo. Con la evolución, por supuesto, pero también con la aceleración y la percepción del tiempo; las tres veces que asistimos a la unión de tacto y monolito, el tiempo desaparece.
Nos transformamos y la línea narrativa pega un salto: miles de años primero, luego 18 meses. Finalmente, durante el clímax del film, somos testigos con lujo de detalle de lo que le ocurre a Dave Newman cuando se pone en contacto con el monolito en Saturno. En los alrededores del planeta, luego en el planeta. Porque cualquier alteración en el tiempo es inevitablemente también una alteración en su primo-hermano; como dice Gurnemanz en el Parsifal de Richard Wagner: “aquí, hijo mío, el tiempo se convierte en espacio”. Y se acelera, se retuerce, se vuelve
espiral, atraviesa un túnel infinito y Dave se ve a sí mismo más y más viejo. Y sólo se sorprende la primera vez, luego se acostumbra y enfrenta la experiencia con una tranquilidad digna de cualquier estoico bajo los efectos de esteroides.
Tocar el monolito acelera el tiempo, acerca una probable evolución, puede ser. Pero también trastoca nuestra percepción del tiempo y de una manera abrumadora. Si miran el prospecto con detenimiento pueden ver, bajo la sección “Efectos adversos”, que estoy diciendo la verdad. Este cambio radical degenera de un modo la percepción temporal, sea porque no estemos acostumbrados o porque nos obsesiona el monolito. Pero al tocarlo, al ponernos en contacto no con otra persona sino con el monolito que llevamos en los bolsillos, perdemos todo el tiempo la noción del… tiempo. Mediante el monolito somos bombardeados por cantidades posindustriales de información y nos sorprendemos constantemente del abrupto y sorpresivo paso del tiempo.
Estamos viendo una noticia, un artículo de Wikipedia, contestamos una serie de mensajes que se apilan hasta el infinito, respondemos a una o dos notificaciones y el tiempo vuela. Voló, pasó de largo sin que nos diéramos cuenta; como cuando volamos en avión y no entendemos, físicamente, que podamos estar en lugares tan diferentes, en horarios y climas opuestos (hasta que nos acostumbramos y finalmente nos acostumbramos a acostumbrarnos). Y envejecemos y morimos y reencarnamos en un hombre nuevo o en un poema sinfónico de Strauss (Richard). Sacando el gigante feto cósmico que podría decir que es Internet, 2001 es un claro espejo negro del presente. Y si te dieran la opción de reencarnar en símbolo digital, inmortal y a todas luces un dios, o de vivir acá, en la Tierra o en la Luna o en Saturno y de luchar por tu supervivencia y la de los que te rodean o de viajar con HAL, lo harías? El prospecto del monolito, y les juro que el prospecto existe, luego de muchas secciones más tras la de “Efectos adversos”, aconseja: “tocar con moderación”.
Twitter del autor: @ferostabio