En la arquitectura gótica se encuentran fusionados varios factores contundentes para la transformación del mundo, entre ellos la construcción de los siglos de arte cristiano que vendrían. Las técnicas y saberes implementados para construir estos espacios sacros fueron redescubiertos después de haberse perdido junto con Roma, sumándose a ello la profundidad filosófica, mística y transformadora de la calidad artística que reviste la estructura formal, trastoca el edificio sacro terrenal y lo convierte en majestuosidad caída de los cielos en el mundo de la carne, cielos que no son otra cosa más que una sublime experiencia estética.
Después de la abrupta transformación que sufrió el mundo occidental cuando los resquicios del imperio romano cedieron bajo el hastío y los embates enemigos, las construcciones que se erigieron sobre esa historia fueron visiones ecuménicas que remiten al arte egipcio y griego en muchos aspectos; en el siglo XII se comenzaba a gestar el arte gótico entronizándose, como apunta el historiador Kenneth Clark, la madre --Ecclesia, la madre tempestuosa que domina y observa, definiéndose hasta entonces y actualizándose constantemente los valores que rigieron el mundo occidental hasta el siglo XV.
La mística bidimensional de la pintura y las particularidades de cada uno de los oficios invertidos en las construcciones eclesiásticas no sólo decoraban el interior, fueron pensadas y dispuestas para dar sentido al mundo y ordenarlo en ese cruce a donde apuntan todas las brújulas. Los iconos son observadores fríos que contemplan a los mortales sin que éstos accedan al drama –más que como, en la mayoría de los casos, protagonistas inconscientes. Hasta el final del período se implementaría la perspectiva en la pintura (técnica que incluye al observador al permitirle ver una profundidad espacial), y no porque se hubiera desconocido hasta entonces, más bien porque no la habían considerado necesaria en el sentido profundo de la representación. Los personajes que participan en la acción al principio fueron idénticos, no se diferenciaban fisonómicamente; conforme la hazaña narrativa evolucionó lo hizo también la humanidad como pocas veces en la historia, ya que los conocimientos redescubiertos sobre un mundo perdido proyectaron el pensamiento y el espíritu humano hasta los fundamento críticos, libres, creativos y transformadores del Renacimiento.
Imaginémonos transgrediendo el límite que nos separa entre el mundo terrenal y la manifestación en la tierra del espacio sagrado, un axis mundi desde el que se extienden las ciudades y en el que convergen los viajeros. Un centro que conecta con el plano celestial y nos sumerge en el frío petrificado de oro y mármol, madera fina e iridiscente; todos los materiales son modelados por la luz que, controlada por los vitrales y accesos, promueve el misterio de esos cantos divinos resonando en las bóvedas abismales; también estaba esa misteriosa palabra que habla ejemplificando los símbolos que dominaban contundentemente aquel tiempo y que siguen prevaleciendo en el inconsciente colectivo hasta nuestros días.
El éxtasis divino en que se sumergían las cofradías y organizaciones varias de artesanos, que vertiendo sudores y sacrificando vidas crearon el mundo cristiano, es el mismo que dio forma al mundo griego, pilares del pensamiento, épocas de dioses y misterios que amplifican la dimensión humana, que siempre debería apuntar hacia la grandeza creativa y transformadora.