Contar el desastre: réplicas a 30 años del terremoto de 1985

El 19 de septiembre de 1985 mi mamá salió a despedir a mi papá que salía a trabajar. Estaban en la puerta de nuestra casa de entonces cuando se sintieron los primeros movimientos: sacudidas moderadas que poco a poco se fueron tornando violentas, hasta hacer que los postes de alumbrado público se movieran como metrónomos. La señal de televisión y radio se interrumpió, en casa no hubo teléfono hasta años después, por lo que pasó mucho tiempo antes de que pudieran informarse de la salud de nuestros familiares y la verdadera magnitud del daño. Mientras tanto, ausente de todo, yo entraba plácidamente en mi noveno mes de gestación.

Mi familia no estuvo entre las millones de afectadas, pero si le preguntan a cualquier chilango de más de 40 años seguramente podrá recordar exactamente dónde estaba en ese momento. En poco más de 1 minuto, el sismo de 8.1 grados en escala de Richter provocó daños irreparables en términos humanos, materiales y morales. Junto con la fuerte réplica del día 20, el saldo fue de unos 100 mil edificios colapsados, las pérdidas humanas ascendieron a más de 10 mil habitantes, los servicios básicos de agua y electricidad se interrumpieron en amplias zonas, y una grieta irreparable dividió el tiempo mexicano en dos. 

La memoria del terremoto del 85 quedó irremediablemente ligada a la unidad habitacional Nonoalco Tlatelolco, donde llegué a vivir con mi pareja y mis hijos hace cosa de año y medio, por un extraño azar. En el lugar donde estuvo el edificio Nuevo León hoy se puede visitar una pequeña plaza con un reloj de sol que marca siempre la hora del sismo (7:19am), así como una placa conmemorativa. 11 edificios más tuvieron que ser demolidos en la unidad por daños estructurales, e investigando un poco pude saber que el edificio donde vivo tiene nada menos que 1.5 grados de inclinación. Los residentes que decidieron quedarse --o que no tuvieron más remedio-- se enfrentaron a la incompetencia gubernamental que detonaría el famoso "nacimiento de la sociedad civil" del Distrito Federal: primero como grupos de rescatistas improvisados, filas para remover escombro o para repartir alimento a los damnificados, y posteriormente como formas de organización política comunitaria de grupos como Unidos por Tlatelolco o la Asamblea de Barrios, integrada por gente que decidió organizarse bajo lemas como "Nuestra sumisión quedó bajo los escombros" para exigir el involucramiento real del gobierno más allá de las promesas y relaciones públicas. A raíz del temblor del 85, la administración pública de Tlatelolco (que alberga aún a más de 10 mil familias) sigue recayendo en gran medida en los vecinos.

Supongo que solamente los chilenos y los japoneses tienen una conciencia tan clara de lo que es vivir en una zona sísmica. Se vuelve costumbre improvisar sismógrafos en lámparas o cualquier objeto pendular; las conversaciones se interrumpen súbitamente, y el tono cambia del júbilo a la alarma: "¿Está temblando?". Después del evento --frecuente, es cierto, pero nunca desde el 85 realmente caótico, la pregunta entre preocupada y cándida es "¿Cómo te fue de temblor?", porque los movimientos sísmicos, sin importar su magnitud, son el origen de crónicas animadas, medio trágicas y altamente subjetivas que dicen más de los improvisados cronistas que de los sismos en sí: la crónica colectiva ayuda a paliar el miedo, ahuyenta y llama por su nombre a los fantasmas y forma el sentido de la comunidad a través del relato y la memoria en la medida en que un evento colectivo, especialmente los desastres, adquiere una dimensión humana cuando es contado.

Esta mañana, a las 7:19am, sonaron las campanas de la iglesia, se detonaron cohetes y sonó en las plazas el inexplicable toque de bandera, como en las ceremonias oficiales, en la conmemoración de los 30 años del terremoto. Me parece triste que cualquier ocasión solemne de naturaleza colectiva en este país, desde un partido de futbol hasta la inauguración de un edificio público, implique la música oficial, el toque de bandera y el Himno Nacional. Es increíble que nuestra imaginación, tan productiva en otros ámbitos, sea tan limitada para la celebración y el luto, esos polos de lo social. Ignacio Padilla aborda el tema en Arte y olvido del terremoto (Almadía, 2015), donde acusa la falta de narrativa literaria del suceso, el cual es clave para la renovación periodística y gráfica del período. A pesar de que falte la "gran novela" del 85, Padilla afirma en entrevista con Excélsior que "el terremoto está implícito en todo cuanto escribimos quienes lo vivimos hace 30 años. Fue para mis contemporáneos una marca generacional indisputable, junto con otros dos derrumbes: el del Muro de Berlín, el 10 de noviembre de 1989, y el de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001".

Una de mis citas favoritas es aquella donde escribe María Zambrano que "no es completamente desdichado el que puede contarse a sí mismo su propia historia". Así como la generación anterior falló en integrar los aprendizajes de la organización civil posterior al terremoto, seguramente mi generación fallará en concretar una alternativa democrática al partido oficial, en habitar formas de vida que se opongan a la corrupción como forma de gobierno, y en un ámbito más modesto, en una propuesta estética que no deje sin contar --que no deje sin memoria, doblemente olvidados-- los sucesos que nos marcaron a nosotros: el terremoto de 1985 es uno de ellos, pero se me ocurre también el fracaso de nuestra participación en las elecciones de 2006 y 2012, o la impunidad insultante en la guerra contra el narcotráfico del calderonismo y las reiteradas violaciones a los derechos humanos del peñismo, en casos como Atenco, Tlatlaya y Ayotzinapa. Así como fallaremos en dar un recuento sólido de estos eventos (¿la generación de Homero fue realmente exitosa en su recuento de la caída de Troya? ¿Los cronistas de Indias agotaron el espectro posible del choque y dominación de culturas durante la Conquista?), tal vez fallaremos también en narrar las cosas que nos alegran y nos emocionan. Entonces hay que traer a colación otra de mis citas favoritas, esta vez de Samuel Beckett: "Siempre lo intentaste. Siempre fallaste. No importa. Inténtalo otra vez. Falla otra vez. Falla mejor".

 

Twitter del autor: @javier_raya

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