Banalidad del optimismo y coraje de la desesperanza

En las épocas de grandes cambios tecnológicos y sociales suelen aparecer tipos de pensamiento que Umberto Eco englobó en "apocalípticos" o "integrados", es decir, aquellos que rechazan los cambios y aquellos que se dejan llevar por la corriente. Pero en nuestros días es cada vez más difícil hacerse una opinión, y una crítica del presente donde predomine la visión optimista (el vaso medio lleno, las "áreas de oportunidad") no es necesariamente mejor que una pesimista (o de vaso medio vacío, "apocalíptica".) Sin duda necesitamos creer en algo: en que estamos vivos, en que existimos, en que el mundo no desaparece cuando nos vamos a dormir, pero nuestra inclinación subjetiva --positiva o negativa-- a la hora de hacernos una idea del mundo resulta completamente irrelevante, y en el caso del optimismo facebookero, puede hacerle el juego a los intereses de las clases dominantes.

Terry Eagleton es uno de los teóricos marxistas más cercanos al presente: al pensar la economía, la historia o la literatura, Eagleton no dejará de advertirnos sobre los embates de la ideología; en su nuevo libro Hope Without Optimism, el autor inglés analiza lo que ocurre con las sociedades actuales alimentadas por distintas narrativas de esperanza y optimismo, que pueden ser utilizadas como arma ideológica por la clase dominante. Existen muchos problemas con el optimismo, aquí algunos de ellos:

El optimismo no se toma suficientemente en serio la desesperanza. Al emperador Francisco José se le atribuye haber comentado que mientras en Berlín las cosas eran serias pero no desesperadas, en Viena eran desesperadas pero no serias.

La alegría es una de las emociones más banales. Uno la asocia con andar correteando en un disfraz con nariz roja. La misma palabra "felicidad", comparada con el francés bonheur o el griego antiguo eudaemonia, tiene connotaciones de caja de chocolate, mientras que "contento" tiene un aire demasiado bovino. "El hombre sin entendimiento", escribe el autor del Eclesiastés*, "se deja engañar por esperanzas falsas y vanas. El filósofo francés Gabriel Marcel duda de que pueda existir una forma profunda de optimismo. Tal vez se le pueda ver como una forma degenerada, incorregible e ingenua de esperanza. Tiene algo de intolerabemente frágil, ya que puede haber algo mórbidamente condescendiente acerca del pesimismo que alimenta con un tenue y disfrazado brillo su propio desánimo. Al igual que el pesimismo, el optimismo disemina su barniz monocromático sobre todo el mundo, ciego al matiz y la distinción. Puesto que es un estado mental general, todos los objetos se vuelven insípidamente intercambiables, como en una especie de cambio de valores del espíritu. Los optimistas militantes responden a todo en la misma forma rigurosamente preprogramada, y así eliminan el azar y la contingencia. En este mundo determinista, las cosas están destinadas a salir bien de acuerdo a una predicibilidad sobrenatural, y por ninguna buena razón a la vista.

¿Entonces toda esperanza es vana, y todo deseo de cambiar las cosas es en realidad una necesidad infantil de edulcorar la realidad para volverla soportable? Tal vez no: se trata más bien de pensar que nuestra actitud con respecto al mundo no modifica necesariamente al mundo: sólo la acción es capaz de producir cambios. Hemos visto estudios y ensayos sobre la forma en que la meditación trascendental practicada en masa puede generar estados de conciencia positivos en sus practicantes, pero hasta el Bodhisattva llega a enfrentarse a los propios límites de sus buenos deseos. Podemos ser optimistas con respecto a nuestro cohete de propulsión casera, pero sin algún conocimiento de mecánica probablemente vamos a estrellarnos y hacernos daño --esto no es pesimismo, es un hecho. Las reformas políticas mexicanas durante el último sexenio podrían discutirse desde una perspectiva similar: no bastan las "ganas" y el "compromiso" del PRIsidente, que nada tienen que ver con la pauperización de los salarios, la espectacularización de la cultura, que confunden ecologismo con desarrollo sustentable, etcétera --pero que justifican todas estas prácticas. En otras palabras, el optimismo es banal cuando se necesita calcular el impacto de políticas públicas, económicas o culturales.

En una ocasión le preguntaron a Giorgio Agamben si su visión del devenir humano no era un tanto pesimista, a lo que respondió:

Estoy muy contento de que me hagas esa pregunta, ya que en efecto me encuentro muchas veces clasificado como pesimista. En primer lugar, a título personal, no lo soy en absoluto. En segundo lugar, los conceptos de pesimismo y de optimismo no tienen nada que ver con el pensamiento. Debord citaba a menudo una carta de Marx: “Las condiciones desesperadas de la sociedad en la que vivo me llenan de esperanza”. Un pensamiento radical siempre se coloca en la posición extrema de la desesperación. Simone Weil lo decía también: “No me agrada la gente que entra en calor con esperanzas huecas”. El pensamiento, para mí, es esto: el coraje de la desesperanza. ¿No es eso el colmo del optimismo? 

Nuestra actitud respecto al mundo, positiva o negativa, no cambia el mundo en sí, y en cambio puede obstaculizar nuestro pensamiento y nuestra capacidad (auto)crítica. No basta con "sentir" que todo va a estar bien mientras nos quedamos mirando los bellos resplandores de las ciudades humeantes en la bóveda celeste. Es necesario tomar partido de manera honesta --incluso ponderaría la honestidad sobre la objetividad, pero eso sería tema de otro texto-- por lo que creemos. Lo cierto es que en nuestras propias vidas todos tenemos derecho a mentirnos con la versión de la realidad que mejor se ajuste a nuestros prejuicios, pero si la idea es llegar a la verdad o a la belleza o al fondo de las cosas, como se dice, nuestra actitud es nuestro problema, pero el problema objetivo suele estar en otra parte. Parafraseando la inscripción a la entrada del infierno de Dante, aquel que busca ver por sí mismo debe abandonar tras de sí toda esperanza.

 

Twitter del autor: @javier_raya

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* La cita que Eagleton atribuye al Eclesiastés proviene del primer versículo de Sirach 34.

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