Predecesores futuros: sobre el Archivo Negro de la Poesía Mexicana, de Malpaís Ediciones

 

La memoria de la burocracia es el archivo: el Palacio Negro de Lecumberri, que tuvo a lo largo de su negra historia a Álvaro Mutis y a José Revueltas como dos de sus más distinguidos huéspedes, alberga desde hace un par de sexenios, el Archivo General de la Nación. Archivo muerto, archivo purgado y vuelto a expurgar, muerto transhumante, huesos que siguen tratando de burlar la vigilancia de la memoria oficial.

Al escuchar sobre la colección del Archivo Negro de la Poesía Mexicana (ANPM) de Malpaís Ediciones, incluso antes de verla físicamente, supe que su creación obedecía a un proyecto interesante no solo en términos editoriales, sino como un contracanon. Un top 10 de underdogs, de autores menores (pensé en un principio, o me remitía a esa noción a la que todos podríamos sumar varios nombres pero cuya lista no muchos quisieran engrosar), de los siempre dejados afuera de las antologías; aquellas escrituras para las que el canon debe formar un cerco de vigilancia: es necesario mantener ciertas fuerzas aisladas para el adecuado funcionamiento de la república de las letras.

La aparición del ANPM es como un garabato obsceno, un albur, un gallito inglés en la puerta del baño del canon, una grieta definitiva en los muros penitenciarios de las "letras mexicanas" –de las inercias pseudocríticas que incluyen a unos y excluyen a otros (a otras) de las ceremonias y las festividades oficiales–, instaurando un tiempo pagano (nuevo y viejo a la vez) en el panorama histórico de nuestro idioma.

En Mal de archivo, Jaques Derrida explica que el sentido de un archivo, y de hecho su único sentido, “le viene del arkeîon griego: en primer lugar, una casa, un domicilio, una dirección, la residencia de los magistrados superiores, los arcontes, los que mandaban (...) en ese lugar que es su casa, donde se depositan los documentos oficiales”.

¿Cuál es, en este sentido (único), el domicilio conocido de la poesía mexicana? ¿Su archivo oficial, digamos, su memoria expurgada y autorizada? Todos sabemos demasiado bien en dónde. Comenzando por las versiones oficiales de la poesía mexicana hasta las vanguardias autorizadas (aquí pienso en el Estridentismo como vanguardia “oficial” más que en los Contemporáneos), las más recientes camadas de poetas reconocen la gorda teta inflada del Estado como su propia casa; más que poetas, se trata de animadores culturales de todas las edades y tesituras del hartazgo que mantienen la ficción de que la poesía mexicana existe.

(Saludos hasta el infierno, Marco Fonz).

La noción de archivo obedece a la necesidad de que una institución social impersonal documente su propia existencia más allá de las limitaciones del personal. Por ejemplo, del hecho de que los cronistas mueren, y que a unos imperios los suceden otros aún peores. Citemos por enésima vez a Walter Benjamin hasta que quede claro: todo documento de cultura es documento de barbarie. Pero la mitología propia de cada institución trasciende las mejores intenciones de sus reformadores. En el caso de la poesía como institución y deporte aristocrático nacional, en su vertiente oficial, tuvimos oportunidad de verla en su despliegue alegórico durante todo 2014. Los críticos, entonces, funcionan como corredores de apuestas, opinólogos expertos, cronistas deportivos de ocasión o gestionadores profesionales del funcionamiento del canon: de las actitudes asociadas en nuestro país (o mejor dicho, en nuestro idioma) al ejercicio de la palabra, de la ritualidad del gremio, de las taras generacionales heredadas, del paternalismo del Estado, y naturalmente, de las realidades de lectura y escritura a lo largo de dicha historia. Y dado que a través del tiempo un capital simbólico puede convertirse en económico (nos recuerda Alain Badiou), los poetas revelan su dark side, su sombra, su lugar dentro de la cadena de los prestigios, quitándose con una mano la cadena que ponen sobre otra mano anónima. El instrumento de liberación se convierte en instrumento de opresión, los vanguardistas se convierten en conservadores, los poetas en museógrafos. La labor del archivo está cumplida.

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Imagen de "Radio", de Kin Taniya[/caption]

En ese sentido, el ANPM podría entenderse como una tentativa por considerar otras versiones de la memoria histórica de la poesía de la lengua, o al menos como un intento de nutrir dicha tradición a través de escrituras disidentes, poco disponibles, que gozaron de mala suerte en su momento o que eran simplemente demasiado ininteligibles para los lectores del pasado. Sin embargo, me gustaría proponer una lectura secundaria sobre el AN. Para ello es necesario diferenciar dos nociones que utilizamos y leemos como sinónimos: canon y tradición. Como es un tema que todos creemos conocer y cuya pura mención me haría encarcar los ojos si me encontrara entre el público y no en esta mesa, les voy a contar la siguiente parte como si esto no fuera una presentación de libros de poesía sino una reunión de boxeadores retirados. Para que el efecto sea verosímil, es necesario que donde diga “box” ustedes lean “poesía”.

El canon es, como dije antes, la zona concreta que decide la inclusión de ciertos elementos y la exclusión de otros en la memoria del box. Es aquí donde se llevan las estadísticas de knockouts y victorias por decisión, aquí donde se separan las leyendas pugilísticas de los costales de entrenamiento, las máquinas de matar de los sparrings. Para mantener un canon boxístico se necesita dinero, porque debemos recordar que el box es una industria. Los interesados en mantener dicho canon son sobre todo los apostadores, los entrenadores, los promotores, las edecanes, las agencias publicitarias y las marcas de cerveza. Un canon puede ser una mafia, pero solo si entre los miembros existe un código claro y tangible: la ganancia, los beneficios para el retiro, los teléfonos de las edecanes y los contratos para promocionar marcas de cerveza cuando nos retiremos. Al canon del boxeo quisiera oponer ahora la tradición: a diferencia de aquella, esta está integrada por la presencia viva y constante de aficionados y boxeadores profesionales; se trata de la historia del amor por el box, que se inocula de padres a hijos y de maestros a alumnos; es una historia mucho más interesante que la del mero canon archivístico, porque la tradición permite sugerir líneas donde ciertos boxeadores toman recursos de sus predecesores para aplicarlos a sus propios estilos y sus propios tiempos.

En suma, el canon está integrado por gente como Floyd Mayweather, que sabe ganar peleas pero no sabe boxear, o como empresarios como Don King, que ayudan a convertir el capital simbólico de un boxeador en capital económico, instaurando el canon mismo en esa prestidigitación. La tradición, en cambio, interesaría solo a los boxeadores en formación, a los que están encontrando apenas su estilo en el cuadrilátero, y que están siempre en busca de retadores más hábiles que ellos con los cuales medirse. El canon debe reproducirse para seguir siendo canon, pero la tradición se alimenta de la variación, del hallazgo e incluso del accidente. Mientras el canon, como toda institución, necesite de una jerarquía clara sobre quién reparte los dineros del pago por evento después de la pelea, la tradición vive en el tiempo pagano de la leyenda, allí donde Rocky Marciano o Erik "El Terrible" Morales son inmortales a su modo, y donde un boxeador puede convertirse en artista marcial al seguirse nutriendo de las tradiciones de lucha más diversas, como el jeet kune do de Bruce Lee.

Dejando de lado el juego pugilístico, lo que está en juego en la superposición de canon y tradición según los he descrito, creo que la importancia que le doy al ANPM es la de sentar la posibilidad de predecesores futuros, de escrituras que, como dijo Marty McFly en Volver al futuro, tal vez ustedes no entiendan, pero que sus hijos van a adorar. Resulta que la poesía mexicana no era solo eso que vemos cada tanto desfilar en féretros y homenajes oficiales, sino que existe otro capítulo, un documento extraviado por saña o por malas artes de un burócrata del canon, que brinda a los lectores y poetas del 2015 una versión alternativa de la historia oficial de la poesía del siglo XX.

A pesar de que la selección es exquisita, me resulta difícil explicarme que el maravilloso equipo editorial de Malpaís no haya encontrado en ese archivo negro de la memoria poética alguna mujer. En una selección que abarca poco más de 1 siglo de vida y obra poética, la ausencia de voces femeninas en un canon alternativo (pienso en poetas del calibre de Dolores Castro o Gloria Gervitz) debería ser un buen aliciente para continuar este ejercicio editorial de rescate y difusión de tradiciones poéticas medio desconocidas, cuando no herméticas. Este argumento no va, por supuesto, en detrimento del tremendo esfuerzo de rescate de libros casi míticos como Radio: poema inalámbrico en trece mensajes de Kin Taniya, o la infatigable Patología del ser de Ramón Martínez Ocaranza; querría ser, más bien, un recordatorio de que ningún editor y ningún lector somos infalibles a la hora de pasar revista a un conjunto tan heterogéneo y rico como la poesía mexicana del siglo XX. Se trata de una labor casi arqueológica para la que Malpaís ha dado un pequeño paso: esta caja negra es apenas un resto del avión derribado, un diente o una vértebra del dinosaurio que está por exhumarse, el tráiler de una forma de leer y escribir poesía que nos evitarán caer en la ingenuidad de los parricidios tempranos, de las vanguardias de fin de semana y del sopor burocrático de nuestros círculos, triángulos, en fin, figuras geométricas del canon literario.

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Autores incluidos en el Archivo negro de la poesía mexicana: 

  1. Sangre Roja: Versos libertarios de Carlos Gutiérrez Cruz (1897-1930) 
  2. Radio: Poema inalámbrico en trece mensajes de Kyn Taniya (1900-1980) 
  3. Patología del ser de Ramón Martínez Ocaranza (1915-1982) 
  4. Poema nuevo de Alfredo Cardona Peña (1917-1995)
  5. El retorno y otros poemas de Miguel Guardia (1924-1982) 
  6. Morada del colibrí. Poemurales de Roberto López Moreno (1942)
  7. Maquinaciones de Carlos Isla (1945-1986) 
  8. Los danzantes espacios estatuarios de Raúl Garduño (1945-1980)
  9. La oración del ogro de Jaime Reyes (1947-1999) 
  10. Híkuri de José Vicente Anaya (1947)

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