Llevo la palabra interrupción zumbándome en la cabeza desde hace tiempo. He llegado a pensar que la vida podría resumirse a un conjunto de procesos que se interrumpen unos a otros, con distintos niveles de interacción —pero de pronto me encuentro pensando en otra cosa, observando la pantalla del celular, o retomando alguna tarea interrumpida previamente. Pero mientras que en el retomar nuestra voluntad se afirma, en la interrupción la voluntad se ve superada por la contingencia de los eventos, que en ocasiones se manifiestan en la mera curiosidad que todos sentimos al recibir un nuevo correo electrónico, un comentario en redes sociales, una noticia que habíamos estado esperando o algo que puede tomarnos por sorpresa completamente.
Esto me lleva a interrumpir la idea de interrupción y admitir una digresión: acabo de regresar de unas tranquilas vacaciones familiares desde las cuales, sin embargo, mi pareja y yo debíamos reportarnos a nuestros respectivos trabajos (léase: revisar de vez en cuando los correos electrónicos). Afortunadamente el Wi-Fi del hotel era muy limitado y no llegaba hasta nuestra habitación, situada en una saliente en medio de un peñasco idílico, rodeado de flores y palmeras, con una maravillosa vista al Pacífico, a distancia prudente de cualquier aglomeración urbana. Pero mientras descansaba, con los libros que me llevé al viaje apilados en una mesa de jardín (en los cuales apenas si reparé) sentí que algo en mi cabeza regresaba cada tanto a la idea de subir una foto a Twitter, o revisar el Facebook, o de retomar algún asunto de trabajo interrumpido la víspera.
Flotando “de muertito” en una bahía poco frecuentada, más de una vez pensé en el trabajo, y ahí me di cuenta de que el jefe más estricto (especialmente en el océano de la competencia freelance) somos nosotros mismos. Como ha escrito Byung-Chul Han, somos una sociedad cansada de competir infatigablemente, y el mito del desarrollo personal aplicado a las relaciones laborales en la era digital nos ha persuadido de que nunca estamos suficientemente disponibles, ni trabajando lo suficiente. Luego salí del agua, me abrí una lata de cerveza y me obligué a pensar en otra cosa.
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En su libro The Shallows: What the Internet is Doing to our Brains, Nicholas Carr afirma que la red "está diseñada como un sistema de interrupción, una máquina ensamblada para dividir la atención”. Mientras traduzco esta frase, el Internet falla. En la original se lee “…a machine geared to dividing attention”. Se me ocurren un par de palabras que podrían traducir “geared”, pero ninguna me convence, y el hecho de que en estos casos acostumbre recurrir a un diccionario en línea sólo complica las cosas. Esto me lleva a una nueva interrupción. Reinicio el módem, llamo al proveedor de Internet, realizo los procedimientos cuántico-técnico-mágicos para convocar nuevamente el espíritu del Internet y cuelgo el teléfono, mientras me aseguran que el servicio se restablecerá en unos 20 minutos.
Con el fin de retomar desde donde interrumpí, me decido por la palabra “ensamblada” para traducir la forma en que el Internet, según Nicholas Carr, fue diseñado para disputar y dividir nuestros lapsos de atención. Retomo las citas que elegí de The Shallows y traduzco la siguiente línea: “Aceptamos voluntariamente la pérdida de concentración y enfoque, la división de la atención y la fragmentación de nuestros pensamientos, a cambio de la riqueza de información atractiva o cuanto menos entretenida que recibimos”.
Entonces se me viene a la cabeza la imagen de las antenas repetidoras de televisión que interrumpen aquí y allá la monotonía del paisaje compuesto de edificios, y que emiten misteriosas luces de colores desde los cerros, comunicándose imágenes y sonidos de manera telepática entre sí. La magia de la televisión. Ahora repetimos esa magia cada vez que nos volvemos administradores de notificaciones, recibiendo señales y devolviendo otras, emitiendo mensajes que alguien más procesa —que alguien más se interrumpe para procesar— y a los que a su vez reacciona nuevamente. Los cerros banderilleados con antenas televisivas me recuerdan también a las fiestas donde la gente tiene la cortesía de interrumpirse cada tanto para hablar mientras sus manos se mantienen monitoreando conversaciones telepáticas en la “otra” realidad de sus smartphones, en el 2.0 donde parecemos vivir más definitivamente que en “esta” realidad.
A la riqueza de informaciones recibidas que enfatiza Carr, yo añadiría la completa dependencia (al menos en mi caso) de ciertas herramientas mnemotécnicas disponibles en línea, como motores de búsqueda, diccionarios y agendas para organizar el tiempo. La parte que se nos fue de las manos y no supimos cómo fue que el Internet dejó de ser una herramienta para convertirse en una versión organizada y supuestamente más eficiente de las funciones de la mente, no digamos de las relaciones sociales. Esto me recuerda a aquel famoso argumento (casi una anécdota en verdad) de Sócrates contra la escritura, repetido con variaciones en la época en que los libros impresos aparecieron por primera vez. Claro, yo también temo que mi memoria se pierda entre tanta interrupción, pero me someto voluntariamente a ella como parte integral de cualquier conversación, de cualquier lectura y de cualquier sesión en línea, siempre recordando un detalle: que voluntariamente también somos capaces de interrumpir y retomar conversaciones, libros y notificaciones. Pienso en algo así como construir una política de indisponibilidad, como la que por otra parte promueven muchos centros de trabajo: nada de correos laborales después de tal hora, digamos, de las 6 de la tarde, limitar las redes sociales a lo esencial y aprender a ver el Internet como si fuera, por decir algo, una llave de tuercas que no cargamos innecesariamente salvo que vayamos a utilizarla. El Internet es una gran herramienta en muchos sentidos, pero es un lugar lastimosamente cansado para vivir.
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Pienso una palabra inventada como antídoto de la interrupción: retomación. ¿En qué podría consistir? En eso precisamente, en retomar algo que interrumpimos, en especial cuando la interrupción es indeseada. Si no es posible —ya no digamos deseable— interrumpir el imparable impulso tecnológico de los tiempos, el mercado de consumo ni la naturaleza de la interacción remota como la conocemos hasta hoy, debe ser también posible y deseable oponerle una operación resistente que afirme la autonomía del sujeto frente a sus dispositivos electrónicos, y ulteriormente frente a la tiranía de su propia adicción a la información: la operación consistiría, pues, en aprender a retomar aquello que vamos relegando siempre para más tarde, como para tomarnos en serio la curiosidad primaria y el asombro que nos lleva a jerarquizar espontáneamente ciertas acciones o tareas, como si quisiéramos dedicarnos sólo a aquellas que nos gustan y retrasar las que hacemos por obligación o compromiso. Se supone que nuestro correo electrónico y nuestras redes sociales existen como herramientas para administrar nuestros intereses y compartirlos con otros, no para hacernos poco a poco esclavos del trajín de noticias y de los chismes propios y ajenos. Se supone —insisto— que el Internet trabaja para nosotros, no nosotros para él.
Lo bueno de esta operación —el retomar voluntariamente lo que interrumpimos involuntariamente— es que es una cuestión de sentido común, y puesto que lo común es tan escaso, también ofrece altas posibilidades de personalización. Algunos pueden intentar retomar sus horas de sueño al irse a dormir dejando el teléfono celular fuera de la habitación (ya puedo intuir las muecas de escepticismo, signos claros de resistencia a una posible desconexión o alejamiento de las redes sociales, o fear of missing out, como dicen los gringos), mientras otros pueden llevar una agenda de papel en lugar de manejar sus pendientes en una app; o si es posible, podemos (re)tomarnos unos días lejos de todo tipo de interacción electrónica; a esta forma de desconexión extrema y completamente reversible la llamamos vacaciones. En ellas, retomamos actividades o personas que interrumpimos previamente, como esa relación de distancia y reencuentro que establecemos con algunas ciudades —o, sin ir más lejos, con el mar. La paradoja es que, para retomar esas cosas que sí nos interesan, debemos interrumpir otras.
Lo malo de este asunto del retomar es que la mente humana también parece haber sido diseñada para interrumpirse, por lo que un aumento a corto plazo de la productividad laboral, digamos, puede traer como efecto secundario un poco de ansiedad por estarse perdiendo la última pelea de Twitter o el aguijonazo del control freak que no puede dejar de supervisar alguna cosa supuestamente importante. En todo caso, el truco —para mí— consiste en recordar que no somos robots; que la imaginación y el pensamiento --como por otra parte, las relaciones entre personas-- no "funcionan" como procesos lineales, sino que están imbuidos de rodeos, elipsis, interrupciones, vías alternas, desviaciones, saltos cuánticos, asociaciones, golpes de intuición o de suerte, y que sobre todo los seres humanos no comenzamos una tarea con el fin de completarla necesariamente —incluso hacemos cosas por el mero placer de realizarlas.
La famosa procrastinación, ¿no es justamente el ejercicio de dar continuidad a una interrupción involuntaria, o la incapacidad para retomar las cosas que interrumpimos? Pareciera que navegar en Internet está hecho de pura y simple procrastinación, es decir, de súbitos accesos de curiosidad seguidos de una paralizante indiferencia; las métricas de consumo de páginas web permiten medir con un grado considerable de precisión el momento en que abandonamos la lectura de una página y cambiamos de ventana --los separadores abandonados en medio de las páginas de los libros también son monumentos solitarios a interrupciones parciales y, en ocasiones, definitivas. Los lectores de literatura son especialmente buenos en este campo tan rico de la interrupción; la lectura parece un tiempo ajeno, hecho de pura interrupción (¿interrupción pura?) en medio de la continuidad anodina de la vida cotidiana; aquí confieso que me fascina comenzar novelas e interrumpirlas a las pocas páginas: si son buenas, la interrupción puede tardar o no llegar del todo, y todavía disfruto la feliz satisfacción de terminar libros de una sentada; si la novela o libro en cuestión no me apela en absoluto, lo dejo sin más, me interrumpo gozosa y voluntariamente.
Las interrupciones también son una constante en la escritura. Nuestro sistema alfabético está hecho de trazos que se enlazan para formar palabras y se interrumpen para formar espacios entre ellas; los sentidos que forman las palabras se asocian con mayor o menor nivel de organización para producir efectos, e incluso el gesto de escribir consiste en mantener la atención concentrada durante cierto tiempo en esas figuras y sentidos que producen las palabras cuando se ponen unas delante de otras. Sin más, podemos decir que interrumpir un texto en el momento adecuado es todo un arte. Yo por ejemplo, al verme asediado por los cabos sueltos de este texto, prefiero interrumpirme. Digamos, justo ahora—
Twitter del autor: @javier_raya