Existen múltiples mitos psicosociales que en diferentes grados desfavorecen el desarrollo de las personas, y por lo tanto sería bueno sacudírnoslos. Por ejemplo, comúnmente se concibe la genialidad como una especie de don exclusivo de unos cuantos, una suerte de regalo precioso que los dioses conceden sólo a sus elegidos, mientras que al resto no le queda más que admirar a estos agraciados. Sin embargo, la realidad parece ser otra. Si bien cada uno de nosotros nace en condiciones específicas que de algún modo ya señalan cierta ruta a seguir, lo cierto es que potencialmente tenemos la capacidad de virar dicho rumbo, de subvertirlo y modificarlo hacia aquello en lo que creemos fervientemente. “El hombre nace libre pero encadenado por todos lados”, escribió Rousseau, aunque olvidó decir que en algún momento, como Prometeo, todos somos capaces de romper con dichas cadenas.
Dos de las capacidades cognitivas más misteriosas y al mismo tiempo intrigantes de nuestro cerebro han sido abordadas por David Shenk, quien ha publicado las conclusiones de una rigurosa investigación en torno al genio y el talento. Entre otros personajes, Shenk echó un vistazo a los años juveniles de Mozart, el genio por antonomasia, niño prodigio, compositor privilegiado y, sin embargo, no muy distinto a cualquiera de nosotros.
Entre otras cosas, Shenk destaca la importancia de generar un ambiente adecuado para el desarrollo de cualquier talento, el cual casi siempre se revela en los primeros años de vida. El niño Wolfgang Amadeus, dice la leyenda, era un intérprete destacado a los 3 años y un compositor notable a los 5, pero Shenk desmitifica un poco el asunto y atribuye esta talentosa precocidad a su “crianza extraordinaria”. ¿A qué se refiere el investigador? Esencialmente, a la incesante voluntad de Leopold Mozart por hacer de su hijo ese genio que todos admirarían, por ponerlo en contacto con la música aun antes de su nacimiento y por rodear su infancia de un cuidado trabajo de disciplinada formación.
Leopold inició este proceso con Nannerl, hermana de Wolfgang, 4 años y medio mayor que él. Para cuando Wolfgang nació, su padre había aprendido lo suficiente como para repetir la enseñanza en el hijo menor pero, según dice Shenk, de manera más efectiva. Tan pronto como pudo, Lepold lo sentó junto a ella en un clavecín para que imitara las notas tocadas. Los primeros sonidos fueron sólo eso. Pero con un oído en rápido desarrollo, una curiosidad profunda y un amplio savoir-faire familiar, Wolfgang fue capaz de conectar con un proceso acelerado de desarrollo.
Esto al menos por lo que toca al primer acercamiento, casi tan importante como la fascinación que el pequeño sintió casi instintivamente por la música y, después de ésta, por la fascinación del padre por la fascinación del hijo, una suerte de enamoramiento múltiple del que no podrían resultar sino consecuencias satisfactorias para todos.
Curiosamente la familia Mozart presenta las pruebas de esta hipótesis propuesta por Shenk, del genio como una conjunción de condiciones que rodean a una persona. Una vez que el pequeño Wolfgang mostró aptitudes extraordinarias para la música y, sobre todo, manifestó un vívido interés por ella, Leopold se volcó completamente a su hijo y abandonó la formación de Nannerl, una decisión totalmente calculada que, por lo mismo, tuvo un resultado previsible: la marginación de la niña Mozart y su caída en el olvido de la historia de la música. En un ejercicio contrafáctico podríamos preguntarnos qué hubiera sido de Nannerl y aun de Wolfgang si el empeño del padre hubiera sido igual para los dos. Y más aún: ¿qué sería de cualquiera de nosotros si generáramos ese ambiente propicio donde el genio florece e irradia?
El genio no como una flor rara y exótica, sino como esas flores pequeñas de pétalos pálidos que crecen a la orilla de cualquier camino, incluido el tuyo. A fin de cuentas, como advierte Kerouac en sus "Consejos para vida y prosa":
Eres un genio todo el tiempo.