¿Qué es el aceleracionismo y por qué se considera la crítica más radical contra el capitalismo?

Desde el siglo XIX, cuando Marx trazó con precisión y lucidez la radiografía del capitalismo, notó que uno de sus elementos más característicos (e interesantes) era la generación de contradicciones dentro de su propio funcionamiento, las cuales, más allá de paralizarlo o provocar su colapso, se convierten en una especie de combustible para mantener la maquinaria en marcha.

En parte Marx atribuyó esta cualidad a la propia burguesía, que en su consideración era la clase social más revolucionaria de la historia pues, a diferencia de otras, configuró poco a poco un modo de producción económico distinto a los que lo precedieron, que fundamenta su existencia en la renovación constante de sus medios de producción, a nivel técnico pero también ideológico, estructural y superestructuralmente. En el Manifiesto del Partido Comunista, escrito en colaboración con Friedrich Engels, dicho rasgo decisivo de la burguesía se describe en estos términos:

La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.

La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta a otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones.

Si reflexionamos un poco a propósito de esta caracterización podemos convenir, más allá de la retórica seductora, en que no sólo es precisa, sino incluso aún vigente en nuestra época. Aunque la burguesía y el capitalismo mismo han cambiado de los tiempos de Marx a los nuestros, en ambos todavía se distingue esa voluntad de cambio, renovación y adaptación que ha asegurado su supervivencia. Paradójicamente, el capitalismo se distingue por pervivir gracias al cambio.

¿Pero esto puede tener fin? Visto dialécticamente, como lo hizo Marx, pareciera que no. El capitalismo se mantiene en pie gracias a sus propias contradicciones y sale fortalecido de las crisis que su propia dinámica provoca. Así, por ejemplo, en el colapso financiero de 2008, suscitado en buena parte por la llamada “burbuja inmobiliaria” que a partir del crecimiento desmedido de créditos hipotecarios vigentes y la especulación en bienes raíces (además de la corrupción de firmas como Lehman Brothers y Goldman Sachs) amenazó el mercado internacional con una falta de liquidez que no se presentaba así desde la Gran Depresión de 1929. Con todo, 7 años después el capitalismo aún está aquí, y no es posible decir que dicha crisis haya hecho mella en sus estructuras ni que, como consecuencia del colapso, cualquiera de nosotros viva en un modo de producción no capitalista.

Sin embargo, también es cierto que hay condiciones reales que se imponen como limitaciones insuperables para el capitalismo. Hasta ahora la más evidente está en los recursos naturales necesarios sí para la existencia de vida en el planeta, pero también, en términos puramente económicos, para cualquier proceso de producción. Desde finales del siglo XX, la crítica al capitalismo hecha desde una perspectiva ambientalista ha considerado que el fin definitivo de este modo de producción sobrevendría en el momento en el que descubriéramos que la Tierra había llegado a su límite como proveedora de recursos. Otros (no sin cierto toque sci-fi, claro) se han preguntado si el capital no se repondría también a esto, si cuando ocurriera ese momento fatal, el sistema habría desarrollado ya la manera de superar dicha contrariedad. Esa, en cierta forma, es la dicotomía: la continuidad o el colapso.

Entre quienes se inclinan por esto último, una de las perspectivas más radicales al respecto es la del “aceleracionismo”, cuyos orígenes podrían ubicarse en la tendencia profética de esos incipientes críticos del capitalismo que se nutrió de ciertas ideas del posmodernismo francés de Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard y Jean Baudrillard, y que finalmente se consolidó como un movimiento propio hace un par de años, en 2013, cuando Alex Williams y Nick Srnicek publicaron su Manifiesto aceleracionista, en el cual, en el mejor estilo de las vanguardias políticas y artísticas, lanzaron una proposición sobre el estado actual del mundo en relación con el capitalismo y, en especial, sobre esa “aceleración” que al parecer le es inherente. Al respecto, el Manifiesto dice:

Si hay algún sistema que se haya asociado con ideas de aceleración, ese es el capitalismo. El metabolismo esencial del capitalismo demanda un crecimiento económico constante, una competencia permanente entre entidades capitalistas individuales y un desarrollo continuo de las tecnologías para aumentar la ventaja competitiva, todo ello acompañado de una fractura social cada vez más grande. En su forma neoliberal, su proclama ideológica es la liberación de las fuerzas de destrucción creativa para despejar el camino a las innovaciones tecnológicas y sociales, en constante aceleración.

En este fragmento vale la pena destacar que ahí donde Marx y Engels veían que el capitalismo establecía “por doquier”, ahora parece más bien fracturarlas, o al menos en el caso específico de las relaciones sociales. Ambas ideas no se contradicen, sino que más bien esto podría considerarse como una diferencia de perspectivas. En el planteamiento de Marx y Engels está implícito que las relaciones que el capitalismo construye son de tipo económico, relaciones en beneficio del propio capital, relaciones de producción, de flujo de mercancías, de consumo, etc. Williams y Srnicek, por otro lado, se apoyan en una noción de otra dupla notable de pensadores, los franceses Deleuze y Guattari (“lo que la velocidad capitalista desterritorializa por un lado, lo territorializa por el otro”) para añadir la pieza faltante, mirar el reverso de la moneda: si el capitalismo es capaz de construir relaciones de producción es a costa de otro tipo de relaciones, en detrimento de las relaciones sociales y también de la relación entre la humanidad como especie y su entorno.

Esta propuesta de pensamiento toma su nombre tanto de esa “aceleración” que atribuye al capitalismo como, por otro lado, de las consecuencias que aquélla podría tener en su correr paralelo en al menos dos sentidos: para el sistema mismo, condensados los efectos en el peligro de un cataclismo climático fomentado por la actividad humana, y para el desarrollo de nuestra historia:

2. Lo más significativo es el colapso del sistema climático del planeta, que puede incluso poner en peligro la existencia de toda la población mundial. A pesar de que se trata de la amenaza más grave a la que se enfrenta la humanidad, hay una serie de problemas de menor envergadura pero potencialmente igual de desestabilizadores que coexisten e interactúan con el problema principal. El agotamiento irreversible de los recursos, especialmente de las reservas de agua y energía, puede provocar una hambruna masiva, el colapso de los paradigmas económicos y nuevas guerras, frías y calientes. La crisis financiera continuada ha llevado a los gobiernos a adoptar la espiral mortal de las políticas de austeridad y a privatizar los servicios públicos del Estado de bienestar y ha provocado un desempleo masivo así como el estancamiento de los salarios. La creciente automatización de los procesos productivos, incluido el “trabajo intelectual”, pone de manifiesto la crisis secular del capitalismo y su pronta incapacidad a la hora de mantener los niveles de vida actuales, incluso para las clases medias del hemisferio norte, ya en proceso de desaparición.

3. En contraste con estas catástrofes en aceleración continua, la política actual se caracteriza por un inmovilismo que la incapacita para generar las nuevas ideas y modelos de organización necesarios para transformar nuestras sociedades de modo que sean capaces de hacer frente a las amenazas de aniquilación que se perfilan. Mientras la crisis se acelera y refuerza, la política se ralentiza y debilita. En esta parálisis del imaginario político, el futuro queda anulado.

En entrevista con Les Inrocks, Steven Shaviro, uno de los teóricos de esta corriente de pensamiento, considera que la tecnología (y su desarrollo contemporáneo tan vertiginoso) es uno de los factores fundamentales de dicha aceleración, un elemento que no debe verse con recelo ni con una pretendida nostalgia por la época en que su presencia en la vida cotidiana no era tan apabullante, sino más bien en sus efectos en esas formas de ser y estar en el mundo que ejercemos diariamente. Dice Shaviro:

Soy marxista en el sentido de que estoy convencido de que no sirve de nada aislar las transformaciones tecnológicas que revolucionan la experiencia humana del hecho innegable que el orden mundial en el cual vivimos está dominado por la acumulación de capital y la privatización incesante de bienes que, antes, pertenecían al dominio común o público.

Como vemos, el aceleracionismo comparte con el marxismo cierta esperanza de que el sistema colapse, “víctima de sus propias contradicciones internas”. Con todo, como señala el sociólogo italiano Antonio Negri, más que ser una fantasía, esta es una suerte de “aspiración ilustrada”, prometeica y humanista; un intento de ir “más allá de los límites impuestos por la sociedad capitalista”:

La época más moderna que hemos experimentado nos mostró que no existe nada más que un “dentro” de la globalización, que no hay más un “afuera”. Hoy, sin embargo, para reformular de nuevo la idea de reconstruir el futuro, tenemos la necesidad —e incluso la posibilidad— de traer el afuera al interior para respirar una vida poderosa en el dentro.

En este sentido, hacia el final del Manifiesto aceleracionista, Williams y Srnicek escriben:

Necesitamos recuperar el argumento que tradicionalmente se ha hecho valer para el postcapitalismo: el capitalismo no sólo es un sistema injusto y perverso sino también un sistema que frena el progreso.

Hace poco más de 20 años, varios ideólogos del statu quo comenzaron a celebrar el triunfo final del capitalismo en la batalla de sistemas económicos que se libró durante buena parte del siglo XX. La caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS parecían probar el fracaso del comunismo y la hegemonía indiscutible del capitalismo como el modelo económico más eficaz para vivir en el mundo. En este escenario, Francis Fukuyama anunció el “fin de la historia” pues, aparentemente sin rival, el capitalismo quedaba como único posibilitador de condiciones de existencia, y entonces el concepto de historia de pronto parecía perder sentido o relevancia. Una suerte semejante corrieron nociones como las de “progreso” o “futuro”, que igualmente quedaron canceladas o vacías de sentido.

Pero como puede leerse en el fragmento referido del Manifiesto aceleracionista, que el capitalismo haya “triunfado” sobre el comunismo o sobre otros modos de producción (o modos de existencia, cabría decir) no puede traducirse como una prevalencia absoluta de sus horizontes de posibilidad.

Más allá de la veracidad o certeza de sus diagnósticos o predicciones cabe rescatar el aceleracionismo por ese incentivo que hace para pensar otra posibilidad, otra configuración del mundo y la realidad además de la que el capitalismo, en su aparente omnipresencia, impone. Nadie puede prever el futuro, pero cualquiera puede comenzar a construirlo. Entre otras cosas, eso nos dice el aceleracionismo.

 

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