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Con la sagacidad alevosa que caracterizó la parte más incisiva de su obra, Jean-Paul Sartre sostuvo, para desmedro de la vida en sociedad, que el infierno son los otros: su contacto, sus vicios y todo aquello que deriva de las implicaciones de su existencia.
Por ello no es casual que algunos trastornados, en soberanos momentos de lucidez, hayan soñado con espacios cerrados para edificar una morada. Los muros de las ciudades han sido construidos con esperanza pero sobre todo con angustia. Y miedo. Todos los utopistas, inspirados por los más nobles propósitos, desearon construir fortalezas en el aire para escapar del dolor o de la muerte, en aras de una búsqueda de perfección que ha derivado más pronto o más tarde en pesadilla (y ya se sabe, como señaló Juan Rodolfo Wilcock, que los utopistas no reparan en medios: “con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle”).
Sensaciones encontradas y hasta convulsas es lo que produce ver Wolfpack: Lobos de Manhattan (The Wolfpack) de Crystal Moselle, que cuenta la historia de seis hermanos que han pasado 14 años en cautiverio en el corazón de Manhattan. La historia es siniestra, desde luego, pero son de sobra conocidos los casos de gente que ha permanecido secuestrada por décadas. Lo curioso del caso de los hermanos Angulo, cuyos nombres –Narayana, Mukunda, Govinda, Bhagavan, Jagadisa y Krisna– dan una idea del extravío en el que se perdió la psique juvenil de sus progenitores, es que pasaron la mayor parte del tiempo en un departamento de interés social (housing projects) ubicado en el Lower East Side, viendo cantidad insalubre de películas, lo que los volvió cinéfilos expertos y actores amateurs en quienes resulta imposible calibrar hasta dónde la ficción es una posibilidad de sanación o directamente constituye una forma extrema del enajenamiento; por ello la pregunta que dispara el documental es cuasi filosófica: ¿es posible y saludable vivir en la fantasía? La respuesta tiene por fuerza que ser positiva, sobre todo cuando no se cuenta con otra herramienta para sobrevivir a la locura.
Tras observar pequeños instantes de su vida es imposible no conmoverse ante la humanidad que irradian estos muchachos al conocer el mar o asistir por primera vez al cine. Uno piensa de inmediato en Mogli, Kaspar Hauser y todos aquellos arquetipos infantiles de la vida en soledad. Porque eso sostiene la película: aun obnubilados por un mundo infinito de personajes, escenarios y circunstancias, la soledad del ser humano es una impronta de la especie. Por fortuna, a diferencia de tantos otros desdichados, los cautivos tuvieron la ventaja de compartir el tamaño de su mazmorra.
Educados en su casa por la madre y al tener el mínimo contacto con el exterior, uno sólo atina a preguntarse por la mente del enfermo autor de semejante engendro, y toda duda queda saldada al comprobar que se trata de los delirios del padre, un peruano seguidor de Hare Krishna que soñaba con liderar una tribu de 10 hijos –todos con el pelo largo– para escapar de las miserias y pecados de la vida mundanal (la vida está poblada de una variopinta gama de criminales). Una historia similar a la que contaría Luis Spota en La carcajada del gato y que Arturo Ripstein explotaría en una de sus mejores películas (con guión de José Emilio Pacheco): El castillo de la pureza.
El documental es entrañable y conmovedor. Sin exponer jamás a sus protagonistas, permite atisbar la personalidad de los muchachos, sin apelar al sentimentalismo ni prostituir su intimidad (el filme fue galardonado con el U.S. Documentary Grand Prize en la edición de este año del Sundance Film Festival). Además, permite comprender un hecho curioso en el que no suele repararse debido a la naturalidad con que acontece: enfrentarse al mundo a campo abierto es siempre una experiencia fundamental, destete necesario para el desarrollo cabal de los mamíferos.
Los chicos, por lo que puede colegirse en la película y cotejarse en esta página de Facebook, no se notan alterados, sin embargo considero que es pronto para emitir un diagnóstico: hay venenos tan corrosivos que sólo maduran con los años.
Al contemplar la película, al margen de pensar constantemente en una manada de lobos –los chicos derrochan estilo y sobre todo personalidad– pensaba en los párrafos finales de Las ciudades invisibles, donde Calvino describe con sutileza algo más que una esperanza: “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos”, lo que nos lleva asumir nuestra condena: el ser humano es un ser social, y cualquier tentativa por ensayar un experimento distinto está condenada al fracaso. “Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
El documental sobre esta historia abre la posibilidad de volver ese castigo un poco menos nocivo, a la manera de una terapia que reconstituya la memoria, o para decirlo con las palabras de sus protagonistas, “si no tuviéramos películas, la vida sería muy aburrida y no tendría ningún sentido resistir”.
Lo distribuye Artegios y se exhibe a partir del 27 de agosto en salas comerciales del Distrito Federal.
Twitter del autor: @Ninyagaiden