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En Occidente estamos más o menos habituados a considerar razón y emociones como dos elementos opuestos y casi mutuamente excluyentes de nuestra constitución como seres humanos. En el Fedro, Platón compara al alma humana con un carro tirado por dos caballos alados, uno brioso e indómito y el otro más bien sereno y manso; el auriga que conduce el carro, nos dice el filósofo, es el entendimiento, que se debate entre lo razonable y lo apetecible, entre el intelecto y las pasiones. Con el tiempo, esta forma de pensar la naturaleza humana se consolidó y se amplió a otras disciplinas de conocimiento de lo humano e incluso hacia la cultura misma, matriz en donde nos formamos de acuerdo a principios que no siempre volvemos conscientes.
En este sentido, en ocasiones pareciera que las muchas variantes de la personalidad podrían agruparse en dos grandes categorías: la cabeza y el corazón. De un lado, las personas que tienden hacia el intelecto, que viven orientadas por la razón y la sapiencia; que, se dice, piensan antes de actuar, calculan, ponderan, consideran pros y contras, establecen planes, etc. En la arista opuesta, las personas que se dejan llevar por lo que sienten, que deciden a partir de sus emociones, que tienen fama de impulsivas y arrebatadas, que son más bien cálidas y afectuosas.
Para investigar la realidad de este planteamiento –y la distancia que existe con la generalización, un estudio psicológico reciente indagó sobre las implicaciones que tiene para una persona identificarse como de un tipo o de otro, como alguien más bien razonable o más bien emocional, en especial cuando dicha postura se pone en juego con elecciones polémicas por las alternativas que ofrecen.
Además de preguntar directamente a los participantes si se consideraban personas “de corazón” o "de cabeza”, el equipo de investigación, dirigido por Adam Galinsky de la Columbia Business School, diseñó una encuesta para medir dicha inclinación y descubrir si, en efecto, una persona puede estar más dominada por su razón o por sus emociones.
La siguiente fase del estudio consistió en plantear escenarios hipotéticos acompañados de preguntas específicas. Por ejemplo, se le dijo al participante que imaginara que al morir sus órganos serían donados a distintas personas para que así su “ser” perviviera en otros; además de esto, podría donar 100 millones de dólares entre quienes se beneficiaran de dicha donación, con la opción de repartir la suma según su propio arbitrio. De acuerdo con las respuestas obtenidas, la mayoría de la gente daría la mayor parte de esa suma a quien recibiera su cerebro o su corazón y, de estos, los hombres consideraron más valioso el cerebro y las mujeres el corazón.
Por otras preguntas realizadas, los investigadores encontraron que las personas que son más “de corazón” tienen una inclinación a apoyar instituciones de caridad relacionadas con este órgano, valoran la pertenencia a un grupo social, se oponen al aborto cuando el corazón del feto ya late y toman decisiones morales en función de sus emociones.
Las personas más “de cabeza”, por el contrario, apoyan iniciativas de caridad relacionadas con el cerebro, valoran su propia autonomía, toman decisiones morales racionalmente y en general son mejores estudiantes y su horizonte de conocimiento es más amplio.
De acuerdo con Galinsky, una de las deducciones generales que pueden hacerse a partir de este estudio es que identificarse como una persona racional o emocional tiene derivaciones hacia el sentido de independencia o conexión con respecto a los otros.
Con todo, posiblemente la pregunta fundamental apunte hacia la necesidad de alinearnos a uno u otro bando, como si de verdad una persona pudiera vivir en el mundo sólo siguiendo su corazón o su cabeza, como si las decisiones que tomamos a diario, a cada momento, no necesitaran de ambos, de un conocimiento cabal de nuestras emociones y también de nuestras limitaciones racionales, como si no fuera cierto que la existencia –y la coexistencia– son posibles únicamente en la unidad y la comunión del ser.
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