Se dice que la obra póstuma de Aleksei German, Qué difícil es ser un dios (2013), se dilató 14 años en su proceso de creación, incluyendo los 6 años de rodaje, terminándola de postproducir su hijo tras la muerte del padre. Un filme que se toma muy en serio a sí mismo como película, recuerda a los más grandes cineastas y una forma de hacer cine fuera del panorama actual.
Puede ser comparado con las mejores cintas de Paradzhánov, o Dovzhenko, conteniendo ingredientes grandilocuentes del sabor en pantalla blanca y negra del Tarkovsky de Andrei Rublev (1966), y del Béla Tarr de Satantango (1994).
El filme en cuestión es de ciencia ficción poética, fotografiado en hermosos tonos blanco y negro, poco contrastados, y de profundas texturas expresivas. Los personajes que pueblan el mundo creado, despiertan súbitamente por instantes a la conciencia de su existencia, inclusive voltean a ver una cámara siempre viva, volando sobre sus cabezas, experimentan de manera directa cómo los instiga, hasta haciéndole gestos.
La cámara es un elemento que apoya la trama, estamos en otro planeta donde se vive idénticamente a como se vivía en cualquier imperio medieval, siguiendo las jornadas de un hombre que se erige como Dios ya que posee la tecnología de nuestro planeta, que en un futuro cercano lo lleva viajar a otra civilización en otro planeta, que se encuentra como se encontraba el viejo continente, Europa, hace 800 años. La cámara es esa tecnología que acompaña al Dios hombre, es eso que le otorga su divinidad, un aparato tecnológico que registra todo, el ojo divino.
El guión de Qué difícil es ser un dios consiste en una adaptación de una novela clásica rusa de ciencia ficción escrita por los hermanos Arkady y por Boris Strugatsky, quien también es el autor de la novela que el mismo Tarkovsky adaptó en su fantástica Stalker (1979). La complexión del filme es bastante densa aunque solo dure 170 minutos, y los detalles de la dirección de arte, paredes, construcciones, escenografía, muebles, maquillaje, armas, vestuario, no tienen ningún rival en el cine actual, cada escena tiene un impacto completamente real. Se dice que German, el director, hablaba de únicamente estar interesado en filmar en su última etapa, la posibilidad de reconstruir el mundo. Y no bromeaba. El espectador puede ver lo que quiera dentro de la pantalla, en cualquier momento de la proyección, y se va a encontrar con texturas verosímiles en un universo paralelo del cual la pantalla es una ventana; German construye un lugar real y luego lo filma.
Una realidad medieval donde la mayoría del tiempo la gente vomita, caga, copula, mata, tortura o se quejan ante Dios desesperanzados. Ese mundo se parece en mucho al que habitamos, de forma metafórica, aunque en algunos lugares es muy cercano a la realidad; es que la resonancia medieval en el diario vivir actual, evidenciada por German, es terrorífica. En el caso de México, un lugar completamente tomado por los carteles de droga, pareciera ser perfecto para sentir lo que plantea German, ni mandado a hacer o como un anillo al dedo.
Si alguien comparara la estructura de esta cinta con un videoclip, lejos estaría de observar lo que pasa con cada actor, con cada extra, la cámara registra lo que sucede dentro de los personajes psicológicamente; esto no es Mad Max en su última versión de Furia en la carretera (George Miller, 2015), o sea el Apocalipsis como el máximo espectáculo. Esto es la extensión psicológica de la realidad actual como Apocalipsis, y la maldición que reside como fatídico final, en la soberbia del hombre. Los actores parecen estar poseídos por sus personajes, o por lo menos estar viviendo la pesadilla a fondo, que se corresponde con un trabajo sonoro de profunda creación, en el que sí tuvo que ver mucho German antes de morir. La pantalla nos conecta con una enorme caverna, que también es un espejismo en un mar sin fin en las entrañas de un cenote, donde las cosas aparecen para inmediatamente desaparecer, sacrificadas dentro de la oscura sala de cine.
Nos movemos lentamente por un inmenso castillo, por un pozo sin fondo que potencia el poder que tiene el hombre en una estructura jerárquica piramidal, y que sus estructuras no permiten que se desarrolle creando una comunidad saludable al nivel del suelo.
La exigencia de una trama inteligible por parte del espectador será poco a poco sustituida por un poema colosal compuesto por hieráticas imágenes: la película hipnotiza. El espectador no tiene otra opción más que permitirse soñar con los ojos abiertos, mirar las estrellas que se despliegan frente a sus ojos, la sala de cine como observatorio planetario.
Los diálogos son versos apocalípticos cíclicos que refuerzan las espirales que son descendentes y ascendentes, un juego de serpientes y escaleras, con frailes, merolicos, esclavos, arqueros, caballeros, espadas, caca, meados, gallinas, armaduras, vírgenes con cinturón de castidad, payasas nodrizas con las mejillas pintadas, gritos, muertos colgados que se tienen que regar con aguas de flores, torres de piedra, lodo, mucho lodo y camas con pieles de grandes animales como deliciosos cobertores suntuosos.
Pero mas que cualquier cine europeo rebuscado, y sobre todo del Este de este continente, me gustaría comparar Qué difícil es ser un dios con la película que dirigió Richard Lester sobre el hombre de acero, la segunda entrega, Superman II (1980), que también era un dios, más duro que el acero.
Richard Lester, responsable de dotar al cuarteto de Liverpool de su primera personalidad pop en La noche de un día difícil (1964) y sobre todo en Help! (1965), crea enemigos poderosos al nivel de Superman, visitantes de otra galaxia; podríamos decir que su sombra lo visita. Resulta que un trío de criminales cósmicos escapan de su encierro en una celda interdimensional y atacan la Tierra. Superman entonces debe actuar como un dios y defender a los terrícolas de tremendos invasores. Así el conde, marqués, rey, Don Rumata (Leonid Yarmolnik), un ser todopoderoso que proviene de otro planeta en Qué difícil es ser un dios, debe asumirse como ese dios aguardado que debe instaurar la paz en este territorio interplanetario, que se pone en sus manos al estar viviendo como en el Medievo cuando él ya rebasó en conocimientos al siglo XX por varios siglos. Así como los criminales de Superman II, la entera civilización está recluida en está prisión interdimensional. Pero Rumata acaba siendo el criminal omnipotente que viene de otro mundo, no reacciona en nada como Superman, más bien se erige con toda la soberbia del otro mundo al que pertenece, y pisa a todos los que se va encontrando en su camino. Esa es la naturaleza del hombre que prevalece, aunque nos cambiemos de planeta; podría ser el discurso colonialista de crítica finamente zurcido en la somera trama.
Don Rumata tiene su cuadrilla de esclavos que lo acompañan, y deambula ya sea a pie o a caballo, además de contener todo un séquito variado, cuestionando en voz alta la materia profunda de la condición humana, el deambular no deja de ser un carnaval, un desfile que más que celebrar la vida, celebra la muerte. Llama la atención desde la primera vez que ocurre: cuando lo encontramos por primera vez, despertando en su recinto, acicalándose, sostiene en sus manos una flauta esculpida de madera larga, y deposita sus labios en ella. En lugar de que una melodía medieval melancólica inunde el aire como pareciese, es una tomada de jazz casi reconocible: ¿Charles Mingus?, ¿Thelonious Monk?, ¿ambos? Una especie de free jazz, que es de lo poco que proviene del futuro, o digamos del otro planeta que existe paralelamente, anacrónicamente la tonada nos lleva más hacia los 60 que al siglo XXI; German también está haciendo una adaptación fuera de tiempo, no es actual.
El primer plano que contemplamos al inicio del filme, que contiene la explicación en voz en off de un narrador, junto con varias otras tomas de establecimiento a lo largo de la cinta, podrían tener que ver con la propuesta estética de Pieter Brueghel el Viejo, pero en realidad, si miramos más a fondo, la mayoría de las composiciones en cuadro tienen mucho más que ver con el trabajo del pintor Hieronymus Bosch (El Bosco).
Pasillos infernales simbólicos, representando una era oscurantista previa al Renacimiento, tal parece que esa aguardada nueva era está condenada a quizás jamás existir, porque para ello necesitaríamos no tener una humanidad; llena de desesperación, nos lo grita a la cara la opus magnum de Aleksei German. Condenados a vivir eternamente en la barbarie, en las tinieblas, porque es conveniente para quienes les importa que así lo sea, personas de otros planetas que conservan el poder en este, y que viven en el futuro de la mente del poeta.
Twitter del autor: @psicanzuelo