Los billonautas, el dinero como superpoder

En aproximadamente 1 mes saldrá a la venta el cuarto número de Nameless, el cómic más reciente de Grant Morrison y Chris Burnham (trabajaron juntos en Batman, Inc). Desde la primera vez que leí el primer número me vengo muriendo de ganas de escribir sobre la historia, un rompecabezas qliphótico repleto de pesadillas enoquianas, pero la trama --la verdadera trama, apenas esbozada en los dibujitos y el texto, todavía no se revela del todo. Se vislumbra, sí, entre la sensación de asombro y completo desasosiego que me queda al leerlo, deseando con todo mi corazón que por favor haya un final más o menos feliz. Voy a aprovechar entonces para referirme a uno de los conceptos más terroríficos de la historia y a la vez uno de los más realistas (y de paso me quitaré las ganas de escribir sobre Nameless): la idea del billonauta. La base sobre la que se construye la narrativa es muy sencilla; un asteroide se dirige a la Tierra, pero no es la NASA la encargada de detenerlo sino el programa espacial privado creación de Paul Darius, excéntrico y filántropo multimillonario.

Esa persona es presentada en la historia como un “billonauta”. Ya en Final Crisis Morrison había acariciado la idea del dinero como un superpoder, pero muy al pasar; como tantas veces, los cómics son un campo fértil para observar los vaivenes de la noosfera. Dos de los superhéroes más populares de los últimos años son Batman y Iron Man. Personajes radicalmente distintos, en más de un sentido opuestos, pero multimillonarios los dos. Y al igual que con Oliver Queen, álter ego de Green Arrow, no estamos ante personas que generaron su propia fortuna. Por más brillantes, valientes y heroicos que puedan ser, todos son herederos: de Thomas Wayne, de Howard Stark y de Robert Queen. Recientemente, luego de que el Joker infecta con un virus a la Liga de la Justicia, Batman se enfrenta a ellos con un traje que, alardea, cuesta “más que el presupuesto de Defensa de varios países sumados”; la respuesta de Tony Stark en Avengers a la pregunta de “qué es él sin la armadura” es graciosa e ilustrativa. Y en su reciente participación en Green Arrow el genial Jeff Lemire exploró lo que es el personaje cuando pierde todo.

Los tres personajes, pero sobre todo Batman y Iron Man, demuestran un cambio de paradigma. No todo el dinero; cantidades inmensas, obscenas, de dinero, en una misma mano, se han vuelto un superpoder. Y es en esos nuevos héroes (o billonautas, en la terminología apropiada) en quien depositamos toda nuestra confianza. Los orígenes alienígenas pero humildes de Kal-El, de Kriptón a una granja de Estados Unidos, carecen del glamour y el morbo del huérfano que hereda un imperio y que puede hacer lo que se le dé la gana; cada vez más se hace visible esa faceta de los personajes, que mediante sus fundaciones y empresas parecen hacer más bien por la humanidad que defendiéndola de amenazas del espacio exterior. Stark y Wayne, los dos, están en el negocio de la energía renovable (otro punto en común). Los dos, mediante sus fundaciones, proveen ayuda humanitaria; hasta Lex Luthor se ha vuelto un emprendedor paradigmático, dispuesto a mejorar el mundo con la tecnología. Podrá parecer que se trata de algo menor, pero refleja un importante cambio en el inconsciente colectivo.

Desde hace cientos de años que esperamos el regreso de Arturo, el sabio Rey que nos devolverá a una Camelot libre de humo y con máquinas expendedoras de bebidas light que funcionan a base de compasión. No importa el color, ideología, altura o nacionalidad, el rey-guerrero nos salvaría. Desde el fascismo al mitologismo norteamericano, todas las figuras de poder se sustentan en ese poderoso pilar (clavado en una piedra, por supuesto). Siempre esperábamos que el Estado, de la mano del Rey (no importa que este haya sido electo o tomado el poder por la fuerza), solucionaría mágicamente los problemas; el progreso y la resolución de muchos otros mitos se basa en esa figura paternal y en la confianza en la política como canal para esa misma solución. Mussolini, Tony Blair, Kennedy y Juan Domingo Perón: lejos de las ideas (a menudo carencia de ellas) votamos héroes, soluciones imposibles y sueños baratos que prácticamente nunca se hacen realidad. Y así fuimos perdiendo un poco y cada vez más la fe para ponerla en otro lugar: el empresario. El mito del héroe es ahora el del emprendedor, quien con sólo una idea (y una buena educación en una Universidad elitista tras ser criado en un barrio de clase media de un país del Primer Mundo) logra no sólo hacerse rico sino, en el proceso, cambiar el mundo.

Cualquiera que haya entrado aunque sea una vez a sitios como HackerNews reconoce el aura puramente mística con la que los emprendedores de Silicon Valley encaran su labor; lejos de la frialdad y la racionalidad del plástico, el emprendedor se levanta a la madrugada con la confianza ciega de que su producto mejorará la vida de la humanidad al punto de que es cada vez más difícil distinguir entre las palabras de un entrepreneur y las de un gurú del peor new age. Palabras vacías, frases hechas, elogios del esfuerzo y negación del fracaso: puede ser un video motivacional de Louis Hay para mujeres con cáncer o una meet up de empresarios tecnológicos. Podría tratarse de una especie de subtexto, una realidad aparte que transcurre de Palo Alto a Burning Man, pero tuvieron éxito. De la mano de Steve Jobs, Mark Zuckerberg y Donald Trump, nos vendieron el mito. Cansados de las mentiras de los políticos (y en medio de una crisis religiosa-institucional), aceptamos estas otras mentiras porque, bueno, porque sí; y porque son nuevas y brillan como ninguna. Y ya no esperamos que el calentamiento global lo solucionen los presidentes elegidos democráticamente durante una sesión de la ONU.

Ya no los necesitamos: ahora tenemos a Elon Musk y a Bill Gates, que convierte la mierda en agua potable (literalmente). No hace mucho el fundador de Microsoft hizo un AMA en Reddit en la que me sorprendió la manera en la que se refería una y otra vez a “los pobres” con una ternura científica, como si fuera un biólogo observando el comportamiento de una bacteria a través de un microscopio o un antropólogo analizando el comportamiento de una tribu primitiva. Elon Musk: él solo, sus ideas, su dinero; nos llevará al espacio después de hacer que el planeta sea un ecosistema tecnológico autosustentable con autos eléctricos y hogares autosuficientes. Él, a quien comparan a menudo con Tony Stark. No importa que nunca le podamos perdonar su comportamiento durante Civil War, o que Musk reconozca que su representante político es Margaret Tatcher, rostro de la derecha más conservadora y retrógrada. Tampoco importa que Peter Thiel tenga unas ideas bastante curiosas sobre la humanidad, una especie de objetivismo exacerbado en el que no hay mucho lugar para el hombre devenido en usuario. Eliminamos la ideología para volverla a encontrar en superhéroes, frágiles como todos, aunque no tanto.

No tanto por eso de que “el futuro ya llegó, sólo que no ha sido distribuido equitativamente”, que dijo una vez William Gibson. Porque Alan Moore, allá en los 80, se preguntó “who watches the watchmen?”. Y esa vigilancia se vuelve crucial cuando los héroes son billonautas, dioses del silicio y reyes de medios de desinformación masiva, CEOs de egrégores privados o estatales en la búsqueda perpetua de maximizar ganancias y un aumento orgiástico de la productividad. Superman es a godas luces un dios, pero no puede hacer nada contra Batman; una y otra vez Bruce Wayne logra balancear la lucha a su favor, pero no porque sea el hombre más inteligente del planeta sino porque es un empresario. Porque logra, con sus inagotables bienes, lo que un Estado burocrático, quizás con más recursos todavía, no puede lograr. Porque analiza sus pesadillas con los ojos de un CEO, porque explota las debilidades del oponente y aprovecha sus propios puntos fuertes como sólo un emprendedor que ha leído El arte de la guerra de Sun Tzu sabe hacerlo. Porque Bill Gates convierte la mierda en agua.

Twitter del autor: @ferostabio

© 2017 - pijamasurf.com Todos los derechos reservados