En parte esa es la dirección a la que apuntan investigaciones recientes sobre la neurociencia del dolor. A partir del caso de un médico militar estadounidense, David Linden, profesor de esta especialidad en la Universidad Johns Hopkins y autor de Touch: The Science of Hand, Heart, and Mind, observó cómo el cerebro humano es capaz de modular la experiencia del dolor a pesar de las circunstancias físicas de este.
En 2003 Dwayne Turner se encontraba en Irak asistiendo a las tropas estadounidenses. Un día su unidad fue asaltada y él recibió, primero, la explosión de una granada y poco después una bala le rompió el brazo. Sin embargo, Turner asegura que nunca sintió ninguno de los dolores, lo cual le permitió continuar administrando primeros auxilios a otros soldados y ayudarlos a ponerse a salvo.
El caso sin duda es extraordinario, y para Linden significó el ejemplo perfecto de la capacidad del cerebro para elevar o reducir la intensidad del dolor que se siente, como si utilizara un regulador de volumen, un fenómeno que a veces puede parecer involuntario pero que en ciertas personas es casi una elección, como se ha observado en quienes meditan con asiduidad, una práctica que permite regular los ritmos cerebrales al grado de bloquear la experiencia del dolor.
Asimismo, las emociones son otro factor que debe tomarse en cuenta en la experiencia del dolor. Si, por un lado, hay todo un sistema del cerebro dedicado a procesar las sensaciones doloras, el sistema que procesa las emociones puede involucrarse para dar a estas un significado completamente distinto. Según Linden, emociones como la tranquilidad, la seguridad y la empatía pueden hacer que un dolor se sienta menos, o más si a este se asocian las emociones negativas opuestas (como sucede, por ejemplo, en la tortura).
En sus Investigaciones filosóficas, Ludwig Wittgenstein siguió con persistencia el rastro del dolor para intentar entender las relaciones entre el pensamiento, el lenguaje y la percepción. Para el filósofo, el dolor es un poco esa categoría general para hacernos entender a propósito de algo que cada cual experimenta a su manera. Aunque nadie puede sentir y quizá ni siquiera imaginar el dolor de otra persona, aun así existe un nombre que da expresión a esa realidad “privada” y permite llevarla al mundo. Si es posible encontrar un punto en común entre la intuición del filósofo y los descubrimientos de la neurociencia contemporánea podría pensarse el dolor como la condición en donde se cifran muchos de los enigmas de nuestra humanidad, la compleja red que se teje en nuestras relaciones con el mundo, con los otros y con nosotros mismos.