"La dosis hace el veneno", dijo famosamente Parecelso, el gran alquimista suizo. Hay una frontera muy tenue entre lo que hace que una sustancia sea asimilada por el cuerpo sin sobresaltos y pueda cruzar la barrera de la sangre, de manera equilibrada sin provocar altibajos, y generar un ramillete de efectos colaterales. En el caso de los psicodélicos, los psiconautas occidentales viven bajo la influencia de Terence McKenna y otros proselitistas de la "dosis heroica". McKenna creía que uno debía tomar fuertes dosis de DMT u hongos alucinógenos, solo en la oscuridad (acaso con una niñera que no estorbe, ni figure) para asegurarse de tener una experiencia transformadora, disolver fronteras y cruzar hacia lo numinoso-maravilloso --por la vía del pánico o el mysterium tremendum, donde los duendes y las entidades metamórficas (como balones-diamantes de básquet que se driblan solos) te reciben con una porra y dicen hooray (como esta canción de Pink Floyd). Y no hay duda de que al menos en lo que concierne a neófitos que buscan rasgar el velo de las ilusiones y saber de qué se tratan los psicodélicos este parece ser el mejor camino para seguir. De otra manera es posible que uno no consiga cruzar, no llegue al mundus imaginalis y no descubra que existen múltiples realidades. La medicina psicodélica opera en este sentido a través del shock y no del equilibrio. Reformatea la visión de mundo, lo que permite una transducción de información que en algunos casos puede reparar y depurar la comunicación entre células. A fin de cuentas, una experiencia psicodélica es una forma de propaganda espiritual que se difunde en todo el cuerpo. Cambia la señal que emitimos y el estrés al que sometemos al organismo. Algo como una app de la mente que activa un proceso de autosanación.
Todo el día siguiente sentí una sensación de leve euforia rondando el perímetro de mi conciencia. Duró hasta que me fui a la cama, de nuevo haciendo que evitara mi típica tasa de café de la tarde. En las 10 o más veces que he estado experimentando con esto, no he detectado efectos negativos, más allá de una pequeña inquietud. Nada de resaca. En realidad lo opuesto. Al otro día me siento mejor.
McKraken no es el único que ha probado estas mieles más discretas de los psicodélicos. En el sitio High Existence hablan sobre lo que el psiconauta James Oroc considera es una tradición secreta entre atletas de deportes extremos: usar LSD en microdosis como doping para mejorar la concentración o como una especie de supervitamina (para la stamina). Cómete sólo el cuartito. Esto parece ir en el sentido que tanto le gustaba a McKenna, quien creía que los psicodélicos eran una ventaja evolutiva. Solía citar los estudios de la década de los setenta de R. Fischer con psilocibina, los cuales aparentemente mostaron que el ingrediente activo de los hongos mágicos en pequeñas dosis podía mejorar la agudeza visual. Según la nota, las microdosis tienen los siguientes efectos:
-mejoran el estado de ánimo
- mejoran la capacidad de concentración
-mayor apertura emocional
-se aprecian más los detalles, las texturas
-el estomago se puede sentir pesado, la panza inflada
-parálisis por sobreanálisis
-peligro de crisis emocionales acumulativas
-son excelentes para el sexo o para escuchar música
Este acercamiento a los psicodélicos parece entreabrir una puerta inevitable que seguramente ya están explorando los ejecutivos de Silicon Valley: usar los psicodélicos no sólo como dinamita creativa, sino como nootrópicos funcionales, pan iridiscente de cada día. Es difícil saber que tan fácil será domar a las bestias mágicas de las plantas de poder aunque se tomen sólo en pizcas. McKraken imagina pastillas de psilocibina en todas las gasolineras. Algo que me recuerda el hábito encontrado entre camioneros por la zona del desierto de San Luis Potosí que combinaban mescalina o mordidas ocasionales de peyotes con Cafiaspirinas y Coca-Cola para manejar por días seguidos. A veces las luces se hacían muy grandes y la carretera tenía túneles nuevos, pero en general la libraban bien.
Mi duda viene a través de Erik Davis, uno de los grandes antropólogos de nuestra era. En uno de sus podcasts de Expanding Mind, Davis se pregunta si el papel de los psicodélicos es estar siempre en las afueras, jalándonos hacia otros mundos y otros sistemas de percepción y realidad. Cumpliendo con la necesidad de cuestionar y crear cierta fricción creativa contra la realidad convencional y la percepción consensual. Es decir, el poder de estas plantas mágicas existe esencialmente en los márgenes, en las zonas liminales, en la oscuridad que iluminan, y si los integramos a la sociedad, los hacemos parte del mercado, los encontramos ya en el Seven Eleven y nuestro seguro lo paga perderían su cualidad misteriosa, psicopómpica, de donde viene su asociación chamánica y profundamente terapéutica. Para que operen en todo su temible esplendor deben significar un riesgo, una experiencia fuera de lo ordinario que nos hace enfrentarnos con la sombra arquetípica. Los psicodélicos son, por definición, lo que nos muestra la psique, y la psique pertenece sobre todo al inframundo, al valle de las sombras, al mundo de los sueños, no al mundo solar, socialmente aceptado, civil y burgués, donde no se habla de la muerte. ¿Podemos llevar a la muerte al almuerzo y hacerla parte de nuestros intercambios diurnos? Históricamente los psicodélicos eran parte de una tecnología y una mitología ritual, como ocurría en Eleusis con el ergot o con la ayahuasca, que significa "liana o viña de la muerte". ¿Qué tanto puede la cultura pop capitalista integrar estas prácticas sin destruirlas, sin arrancarles el alma?