[caption id="attachment_92292" align="aligncenter" width="668"]
Durante siglos, jalar las barbas de un hombre se consideró un insulto mayor que matar a toda su familia de manera atroz. Símbolo de grandeza y hombría, el vello facial masculino ha recorrido un largo periplo desde los largos caireles marmolados de las estatuas grecolatinas hasta las gabardinas peludas de los hipsters: si los hombres fueran aves, probablemente la barba sería como un arreglo de plumas para atraer a las hembras y repeler a posibles contrincantes. ¿O no?
"Imberbe" (literalmente, sin barba) sigue siendo un sofisticado insulto, al equiparar el crecimiento del vello facial con las capacidades intelectivas, a imagen y semejanza de los filósofos de la Antigüedad.
Sin embargo, la barba también ha estado asociada a la salud. Los ingleses del siglo XVII consideraban un signo de fortaleza física y "candor sexual" el crecimiento de una larga barba; la virilidad y el orgullo de un miembro de la corte podía traducirse en la cantidad de vello facial que cayera sobre su pecho, ya fuese Tudor o Estuardo, o bien un ranchero mexicano o el senador Fernández de Cevallos. Hay que recordar también que toda una genealogía de piratas fue aludida por el color de la barba: Barba Azul, Barba Negra, Barba Roja, etcétera.
[caption id="attachment_92291" align="alignleft" width="206"]En el siglo XIX, con el auge de los gérmenes, los médicos recomendaban a los hombres dejarse crecer largas barbas para filtrar enfermedades alrededor de las vías de entrada bucal y nasal. Dicha relación se invirtió con el correr del tiempo: una fábrica en Derbyshire, Inglaterra, hace constar en un reporte de mediados del XIX que las pobres condiciones de trabajo de los hombres impiden el crecimiento de vello facial.
Las primeras barberías datan del siglo XVIII, así como también los primeros fabricantes de hojas de afeitar. Con el auge de la burguesía y la afluencia de nuevas e inéditas formas de consumo, un rostro limpio y libre de vello (especialmente si el self-made man se lo rasuraba por sí mismo) fueron la cara de la modernización: los miembros de la Comuna de París, así como los padres fundadores de Estados Unidos mostraban sus modernos y afeitados rostros, si bien las patillas ("chuletas") siguieron siendo moda durante 100 años más.
Algunas patentes de la era victoriana, cuando la barba volvió a ponerse de moda, muestran "entrenadores de bigote", "protectores" y toda clase de prótesis para que el vello no se metiera en la sopa. En épocas donde la higiene y virilidad quedó signada por mostrar las mejillas al descubierto, las barbas fueron signo de enfermedad al albergar no sólo gérmenes sino partículas microscópicas de comida y ser guarida de olores indeseables.
[caption id="attachment_92290" align="alignright" width="279"]Como suele ocurrir, algunos hombres basaron en la existencia de las barbas una peregrina y estúpida idea de superioridad al afirmar, como el lampiño médico y satirista John Arbuthnot, quien se refirió en alguna ocasión al vello como "un ornamento de la providencia", que era signo de la voluntad divina de que el hombre debía dominar a la naturaleza --y por extensión, a la mujer. Después de todo, desde Babilonia pasando por Zeus hasta Dios Padre y Cristo, los dioses tienen barba. He ahí un patrón propiamente masculino: compensar carencias a través de atributos.
La industrialización y las luchas femeninas por los derechos civiles a través del siglo XX llevaron la pelea al campo del vello facial. Algunos hombres abrazaron el look clean shaved como emblema de su adhesión a las nuevas ideas, sin temer ser tildados de "afeminados" o infantiles. De pronto, el vaquero de una conocida marca de cigarrillos se mostraba en los comerciales rasurando un viril y anguloso rostro mientras contemplaba las praderas del Oeste.
La barba probablemente seguirá cambiando sus significaciones y creciendo en formas extravagantes, personales, accesorios propiamente masculinos que, en su presencia o ausencia, cifran una postura estética frente al mundo: mesar la barba mientras se frunce el ceño hace creer al tonto que puede pensar, hace parecer sabio al tonto y maduro al precoz. En suma, la barba es un signo que toma tantas y tan diversas formas como las masculinidades posibles.