Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol.
No desea ser más que lo que es.
Hermann Hesse
Como dice alguien que sabe: "en el fondo lo que todos buscamos es sentirnos a salvo". Y a lo largo de la vida, junto a los ventarrones que acompañan todo recorrido existencial, también brotarán diversos refugios, espacios tan accesibles como protegidos, dispuestos a alojarnos en momentos decisivos.
Contrario a lo que podríamos suponer, estas guaridas no requieren de contenernos espacialmente. En muchos casos un recuerdo específico, una textura o un determinado paisaje pueden servir como refugio y transmitirnos esa necesaria dosis de protección.
En mi experiencia, uno de los lienzos más propensos a cumplir con este papel, el derramar refugios, son los árboles. Las redes de rincones que se forman en sus copas, la elusiva ligereza de su follaje y los insinuantes ritmos que imprimen sus ramas, son configuraciones particularmente fecundas en el arte de abrigarnos.
Si a lo anterior añadimos que los árboles son seres que probablemente gustan del misterio, y que en su interacción con otros elementos, por ejemplo los rayos solares, el viento o la lluvia, adquieren un inusual bagaje metafísico, entonces basta dedicar unos instantes a observarlos para ubicar incontables refugios en sus troncos y entre sus ramas.
Sin descartar que la previa hipótesis esté más cerca del delirio que del lúcido descubrimiento, estas imágenes sugieren, creo, la posibilidad de que en verdad los árboles actúan como refugios brujos, espacios discretos pero afables, que no sólo pueden proveernos con ese “sentirnos a salvo”, sino que también, simultáneamente nos inducen estados de percepción refinada –algo así como los dralas, esos minúsculos estímulos que, como una especie de glitches epifánicos, “nos recuerdan una cualidad extravagante de la realidad”, o el espíritu de las cosas.
Twitter del autor: @ParadoxeParadis
Imágenes vía Instagram / ParadoxeParadis