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(Traducción de la reseña después del salto).
Mein Kampf es el famoso best-seller de Hitler. Fue escrito mientras estuvo en prisión, como todos sabemos, pero no todos saben que su título original era Cuatro años y medio (de lucha) contra las mentiras, la estupidez y la cobardía. Flaco favor fue el de Max Amann, editor del manuscrito, al sugerir una reducción del título al muy comercializable Mi lucha.
La lectura de memorias militares tiene una historia honrosa: la historia de la campaña en las Galias de Julio César, la poesía de Garcilaso, pasando por las cartas de Napoleón hasta los ensayos de Churchill y los análisis políticos de Fidel Castro, la pluma y la espada han estado estrechamente ligadas en la historia. Y, como ocurre en muchos ámbitos, Hitler es una notable excepción a todo lo que creemos saber sobre algo.
El trabajo crítico de George Orwell al trabajar sobre Mein Kampf no es el de "ver cuánto corta la espada en un vencido", como diría Garcilaso (la reseña es de 1940 así que, estrictamente, Hitler no era el gran vencido de la Segunda Guerra Mundial todavía, sino el triunfante caudillo de la Primera), o el de burlarse impunemente de la impericia técnica de su autor: Orwell logra una lúcida lectura sobre la amenaza real de que un individuo cuya mente no evoluciona a lo largo del tiempo, como la de Hitler, dirija una poderosa maquinaria de guerra sin inmediata oposición (y, de paso, nos pone a pensar que la reseña, como forma específica de escritura, no tiene por qué ser este comentarismo de ocasión de nuestros días).
El tema de la maldad, asociado generalmente a la figura de Hitler, tiene demasiado de caricatura, de trazo grueso: es la satisfacción histórica de haber encontrado al culpable, al enemigo perfecto, aquel que, paradójicamente, habría de darnos la medida y el rumbo de nuestra acción, o que funcionaría al menos como una anti-brújula ideológica. Pero la realidad no se construye con buenos y malos: Orwell sabe muy bien que la narrativa bajo la que Hitler planeó un Reich de mil años es básicamente la misma que vemos una y otra vez en el cine de Hollywood:
Él es el mártir, la víctima, Prometeo encadenado a la roca, el héroe esforzado que combate a puño limpio con todo el mundo en su contra. Si fuese a matar a un ratón, sabría cómo hacerlo ver como un dragón. Uno siente, como con Napoleón, que está luchando contra el destino, que no puede ganar, aunque lo merezca.
1984, en este sentido, puede leerse menos como una "novela distópica" que como un análisis de lo que sería una "dictadura sin héroes" o sin caudillos: algo muy similar al tipo de régimen que vivimos en el capitalismo tardío, con libertades liberales y crueldades estructurales, además de con una inconsistencia semántica donde "libertad" significa un eufemismo para el poder expansionista de Estados Unidos. 1984 no es una parodia del nazismo: el capitalismo lo es.
Es un signo de la velocidad a la que van los eventos el que la edición sin censura de Mein Kampf de Hurst y Blackett, publicada hace sólo un año, sea editada desde un ángulo pro-Hitler. La intención obvia del traductor del prefacio y las notas es de atenuar la ferocidad del libro y presentar a Hitler en la manera más gentil posible. Pues en ese tiempo Hitler todavía era respetable. Había aplastado al movimiento obrero de Alemania, y por ello, las clases dominantes estaban dispuestas a perdonarle casi cualquier cosa. Tanto la izquierda como la derecha estaban de acuerdo en la muy frívola noción de que el Nacionalsocialismo no era sino una mero conservadurismo.
Luego resultó que, después de todo, Hitler no era tan respetable. Como resultado de esto, la edición de Hurst y Blackett fue reimpresa con un cintillo explicando que todas las ganancias serán entregadas a la Cruz Roja. Sin embargo, simplemente por la evidencia interna de Mein Kampf, es difícil creer que se ha efectuado algún cambio real en las opiniones y objetivos de Hitler. Cuando uno compara sus declaraciones de hace poco más de un año con las de hace quince años, nos sorprende la rigidez de su mente, la forma en que su visión de mundo no se desarrolla. Es la visión fija de un monomaníaco sin probabilidades de verse afectada por las maniobras temporales de la política del poder. Probablemente en la mente de Hitler, el pacto ruso-germano no representa sino un ligero retraso temporal. El plan vertido en Mein Kampf era el de aplastar primero a Rusia, con la intención implícita de aplastar a Inglaterra después. Ahora, según parece, hay que lidiar primero con Inglaterra, porque Rusia era de los dos, el más fácil de engañar. Pero el turno de Rusia llegará cuando Inglaterra desaparezca del mapa –eso, sin duda, según Hitler. El hecho de que los eventos se den así es, por supuesto, una cuestión aparte.
Supongan que el plan de Hitler pueda llevarse a cabo. Lo que él avizora, en el lapso de unos 100 años, es un Estado conformado por 250 millones de alemanes con mucho "espacio disponible" (i.e., extendiéndose hasta Afganistán o sus inmediaciones), un horrible imperio sin cerebro donde, esencialmente, nada ocurre, salvo el entrenamiento de jóvenes para la guerra y la crianza interminable de nueva carne de cañón. ¿Cómo fue capaz de organizar esta visión monstruosa? Es fácil decir que en una fase de su carrera, lo financiaban los grandes empresarios, quienes vieron en él al hombre que aplastaría a los socialistas y comunistas. No le habrían dado su apoyo, sin embargo, si no hubiera creado para entonces un gran movimiento. De nuevo, la situación de Alemania con sus siete millones de desempleados, obviamente era favorable para demagogos. Pero Hitler no podía haber salido triunfante contra sus muchos rivales si no hubiera sido por la atracción de su propia personalidad, la cual uno puede sentir incluso en las torpes páginas del Mein Kampf, y que sin duda es arrolladora cuando uno escucha sus discursos… El punto es que hay algo profundamente atractivo en él. Uno vuelve a sentirlo al ver sus fotografías –y recomiendo especialmente la fotografía al inicio de la edición de Hurst y Blackett, que muestra a Hitler en sus días tempranos de “camisa pardas” [las milicias del Nacionalsocialismo]. Es un rostro patético, perruno, el rostro de un hombre sufriendo injusticias intolerables. De un modo mucho más masculino, reproduce la expresión de innumerables pinturas de Cristo crucificado, y hay poca duda de que así es como Hitler se ve a sí mismo. Sobre la primera y muy personal causa de su agravio contra el universo sólo podemos especular; pero en cualquier caso, el agravio está ahí. Él es el mártir, la víctima, Prometeo encadenado a la roca, el héroe esforzado que combate a puño limpio con todo el mundo en su contra. Si fuese a matar a un ratón, sabría cómo hacerlo ver como un dragón. Uno siente, como con Napoleón, que está luchando contra el destino, que no puede ganar, aunque lo merezca. El atractivo de una postura tal es, por supuesto, enorme; la mitad de las películas que uno ve abordan tales temas.
También ha rozado la falsedad de la actitud hedonista hacia la vida. Casi todo el pensamiento occidental desde la última guerra, ciertamente todo el pensamiento “progresista”, ha asumido tácitamente que los seres humanos no desean otra cosa que el alivio, la seguridad y el evitar el dolor. En tal visión de la vida no hay lugar, digamos, para el patriotismo o las virtudes militares. El socialista que ve a sus hijos jugar con soldados suele molestarse, pero no es capaz de pensar en un sustituto para los soldaditos de hojalata; difícil pensar en pacifistas de hojalata. Hitler, puesto que en su mente incapaz de alegría lo siente con excepcional fuerza, sabe que los seres humanos no solamente desean confort, seguridad, pocas horas de trabajo, higiene, planificación familiar y, en general, sentido común; también desean, al menos de manera intermitente, lucha y autosacrificio, sin mencionar redobles, banderas y demostraciones públicas de lealtad. Sin contarlas como teorías económicas, el fascismo y el nazismo son mucho más escandalosos psicológicamente que cualquier concepción hedonista de la vida. Lo mismo probablemente aplica a la versión militarizada del socialismo de Stalin. Los tres grandes dictadores han alcanzado el poder imponiendo cargas intolerables a sus pueblos. A pesar de que el socialismo, y el capitalismo incluso a regañadientes, hayan dicho a sus pueblos “te ofrezco pasártela bien”, Hitler les dijo “te ofrezco lucha, peligro y muerte”, y como resultado toda una nación se postró a sus pies. Tal vez más adelante se harten de ello y cambien de opinión, como al final de la última guerra. Luego de unos años de carnicería y hambruna “La mayor felicidad del mayor número” es un buen eslogan, pero en este momento “Mejor un final horrible que un horror sin fin” es el ganador. Ahora que luchamos contra el hombre que lo acuñó, no deberíamos subestimar su atractivo emocional.
George Orwell, marzo de 1940.
Traducción de @javier_raya