Soy grande, contengo multitudes.
"Canto a mí mismo", Walt Whitman
La invención del individuo
El ser humano moderno se enorgullece de ser un individuo. Ser un individuo supuestamente es un signo de libertad e independencia, de afirmación de aquellos rasgos únicos que nos pertenecen y nos dotan de identidad. Como individuos nos podemos diferenciar y comprar y consumir otras cosas que nos distinguen de los demás; podemos vivir el drama existencial contra el telón de fondo de nuestra propia lucha, forjando nuestro propio destino sin que agentes externos nos afecten o saboteen. Nos podemos concebir como la punta de lanza del universo, el último modelo de la evolución y la complejidad que experimenta la realidad desde una particular e irrepetible perspectiva.
Nos resulta lógico, automático, pensarnos como individuos. Pero esto no siempre ha sido así; en realidad, este marco conceptual es apenas un breve fragmento de nuestra historia. "El Renacimiento es conocido por muchas grandes invenciones: la perspectiva en la pintura, la imprenta, los barcos que podían circunnavegar la tierra, la banca moderna y hasta el soneto. Lo que se nos suele olvidar del siglo XV y XVI, sin embargo, es que durante esa época también fue cuando se inventó el individuo", escribe Douglas Rushkoff. Antes de esa época que, según nos enseñan en la escuela, desprendió, al menos en cierta medida, al ser humano del yugo homogeneizante de la Iglesia y de las instituciones de poder que filtraban y restringían el conocimiento, el hombre era inextricablemente parte de una comunidad, un ser colectivo, donde la voz del Otro o la voz del organismo rector de su comunidad existía como una voz interior o interiorizada que le hablaba como un sueño compartido, una mitología unificadora y un eje prohibitivo. No podemos remontarnos en el tiempo y pensar como pensaba el hombre de la Edad Media, pero es posible que en su pensamiento siempre existiera la noción de la comunidad como una parte integrada a su existencia --y tal vez fuera inconcebible separarse de este ser plural, salvo algunas excepciones, como ocurrió también en Grecia (como Rushkoff precisa, en realidad el individuo fue reinventado en el Renacimiento, ya que el proyecto existió brevemente en Atenas).
Antes del Renacimiento, tenemos una herencia de decenas de miles de años de vivir en un espacio psíquico y social tribal: los artistas de las cuevas paleolíticas, donde nació el arte y se encendió la conciencia, eran anónimos; los líderes (chamanes) tribales, si bien se desprendían del colectivo, en cierta forma individuándose, sólo lo hacían para poder regresar a la comunidad con el fruto de lo numinoso y poder guiarla para que siguiera manteniéndose unida en un círculo que era un espejo del orden cósmico. Incluso la percepción misma del mundo, según sugiere McLuhan, era otra: "el hombre audio-táctil tribal participaba en el inconsciente colectivo, vivía en un mundo mágico integral que se ordenaba por mitos y rituales, en el que sus valores divinos nunca eran cuestionados". Este espacio acústico de simultaneidad y hasta sinestesia perceptual empezó a fragmentarse con el alfabeto pero, sobre todo, se interrumpió con la imprenta, que detonó el Renacimiento.
El individualismo que exalta la modernidad --con todas sus ideas de libertad y autonomía, y su crítica misma --es también el vector de la fragmentación que explota el marketing --del cual se alimenta la industrialización-- para establecer la economía del consumo y el crecimiento infinito. Otra vez Rushkoff: "Una vecindad sin valores comunitarios requiere de una parrilla para cada casa. Esto hizo que la competencia y el aislamiento fueran un mejor ambiente para la producción masiva". El paradigma económico actual necesita de individuos que tienen cosas de manera individual para que se puedan producir cada vez más artículos de consumo.
Por otro camino, o al final de ese túnel, llegamos, sin embargo, de nuevo a concebirnos (a entendernos) como un ser colectivo. En la vanguardia de la ciencia existe una serie de conocimientos que apuntan a que el ser humano no está solo y su identidad no es definida por sí mismo sino que participa en una constelación de organismos, tanto dentro de su cuerpo como dentro de una ecología de seres vivos que se interpenetran. Llegamos a esta noción del ser humano como parte de una madeja de colectividad por un jardín de senderos que se entrecruzan.
A esto se suma el internet, como una red real y metafórica en la cual estamos entretejidos como nodos en un sistema de comunicación incesante, del cual es prácticamente imposible escapar (el "Ojo que todo lo ve" está en todas partes, en cada bit que generamos nos mira). Una red que también nos entrelaza como si fuéramos neuronas en un cerebro inalámbrico gigante. La humanidad, un ser compuesto por la inteligencia colectiva, por la información compartida de cada uno de sus miembros. Y a la vez sólo una pequeña parte --aunque onerosa y peligrosamente determinante-- dentro de un ser más grande que es la Tierra, con su propia red de interconexión que posiblemente se extiende hasta las estrellas y las galaxias donde tal vez se repite esta misma relación de interdependencia a una escala cósmica: el principio hermético de la correspondencia, "como es arriba, es abajo". La metáfora harto usada que nos hace comprender poéticamente que somos una célula o una neurona del planeta, que a su vez es una célula del Sistema Solar o de la galaxia, llevada al microcosmos: somos un pequeño universo, y las bacterias y los virus son también estrellas y planetas orbitándonos en el vacío intercelular del espacio infinito.
Pero quizás lo más interesante y contundente, y ciertamente lo más novedoso en nuestro entendimiento para afirmar que somos un superorganismo, nos viene de la microbiología. En los últimos años la biología y la medicina se han visto revolucionadas por el descubrimiento cabal del microbioma humano, el ecosistema que conformamos con bacterias (principalmente), virus, levaduras y demás microorganismos. Distribuidos en la piel, la boca y principalmente en el intestino, existen cientos de billones de microorganismos en el cuerpo humano; en realidad tenemos 10 veces más células bacterianas que células humanas (aunque sólo sumen entre 1 y 3% de nuestro peso). Mientras que el genoma humano está compuesto por 22 mil genes que codifican proteínas, se cree que el microbioma contribuye a codificar 8 millones de genes (360 veces más genes bacterianos que genes humanos). En el sentido en el que somos portadores de información genética, 99% de ella es microbial. A diferencia de nuestros genes humanos, este "segundo genoma" está en constante movimiento, sensible a cualquier alteración en el ecosistema que conformamos con esta selva simbiótico de billones de microorganismos que somos.
Biólogos que participan en el Human Microbiome Project (en una especie de Renacimiento también, que tiene su paralelo con los exploradores transcontinentales que se aventuraron a los océanos) señalan que es tiempo de un cambio de paradigma: las personas no son sólo individuos, son ecosistemas. Y también, las bacterias y demás microorganismos no son nuestros enemigos. No sólo dieron a luz la vida en la Tierra; son parte crucial de nuestro sistema inmune (el cual adquirimos, en gran medida, de los microorganismos que nos traspasó nuestra madre y el medio ambiente al nacer), participan en la secreción de neurotransmisores y contribuyen a generar la misma energía que nos mantiene vivos. Eliminarlos indiscriminadamente es atentar contra nuestra propia naturaleza.
Podría ser buen momento de redefinirnos, al menos desde una perspectiva estrictamente científica (no metafísica) somos más que seres individuales: "Somos híbridos humanos-microbiales", dice el Dr. Kerry D. Friesen. El Dr. Bruce Birren: "No somos individuos, somos colonias de criaturas". Justin Sonnenburg, de la Universidad de Stanford, se hace la añeja pregunta: "¿Qué es un ser humano?". "Cada uno de nosotros", responde, "es un sofisticado vehículo para el crecimiento y la distribución de una serie de inquilinos microbiales". Otro investigador sugiere que la salud humana "debe considerarse como una propiedad colectiva de la asociación humana-microbiota". Otros más avanzan la teoría de la evolución hologenómica: el objetivo de la selección natural no es la evolución del organismo individual sino del "holobionte", el organismo asociado con sus comunidades microbiales. El ser humano es también un coral; es también un pequeño planeta que es necesario cultivar. Nuestra identidad emerge ya no como un sistema cerrado controlado por un ego bajo un único centro de mando, sino como un ser fluido, no-local, plural e hiperpermeable que se derrama por el mundo y el cual es, a su vez, transfigurado ontológicamente por el mundo en el que se mueve.
En la segunda entrega exploraremos cuatro ejes que conducen a este nuevo paradigma del ser humano como un superorganismo o un ecosistema:
1. Microbioma --la evolución simbiótica entre el hombre y su particular ecosistema microbial (cuya diversidad también está en peligro y de cuyo equilibrio depende su salud).
2. Medio ambiente --desde la biósfera (el planeta y el cuerpo humano como reflejo) hasta la noósfera.
3. Antepasados --sistemas familiares y colectividad, incluyendo la historia misma como un eje de resonancia, "la presencia del pasado" (somos nuestros fantasmas) y todo lo que jamás se ha pensado y pasado por nuestra sangre y memoria colectiva.
4. Ecología sutil --la posibilidad de que seamos parte de un sistema invisible desconocido, parte de una jerarquía cósmica que ha sembrado la vida en el planeta. Del archae al arconte.
Continuará...
Twitter del autor: @alepholo