Roland Barthes decía que la narrativa se mantiene bastante despreocupada de la buena o la mala literatura. “Como la vida misma, está ahí”, apuntaba, “internacional, transhistórica, transcultural”. De los distintos rasgos e inclinaciones humanos, el gusto por las historias es quizá el más extendido. Nos encanta perdernos en una buena historia, perder la noción del tiempo, dejarnos transportar a otros mundos. A esto la psicología le llama, precisamente, “transportación”, y se han llevado a cabo numerosos experimentos para averiguar qué hace absorbente a una historia y qué tipos de personas son más proclives a dejarse llevar por ella.
La “transportación” (o flow, como le llaman algunos psicoanalistas) está conectada con el sentimiento placentero de estar completamente absorto en una actividad y dejar de pensar y de sentir el tiempo. Además, leer una historia que corresponda con nuestra circunstancia nos permite modular ciertos efectos de ánimo. Si alguien está triste, por ejemplo, probablemente buscará leer algo que lo haga sentir más ligero, o por el contrario algo que le permita ahondar en su tristeza y por lo tanto reflexionar.
Estudios sugieren que la transportación literaria es más atractiva cuando las personas se sienten negativas hacia sí mismas o se perciben por debajo de sus estándares. Lo mismo pasa con la televisión. Este estudio encontró que cuando personas reciben respuestas negativas generales, pasan más tiempo sentados viendo televisión. Lo que sugiere que a menudo las personas buscan transportación narrativa como una suerte de escape.
No es de sorprender que, entre más nos identifiquemos con personajes o circunstancias de una historia, más fácil nos dejemos ir con ella. Si estamos en otoño, por ejemplo, leer sobre un otoño ficcional puede transportarnos instantáneamente, o al menos más de lo que lo haría un desierto o una primavera remota.
Pero el escape narrativo no necesariamente tiene connotaciones despectivas. La lectura nos ayuda a comprender nuestra circunstancia en contraste con otras circunstancias parecidas pero vividas de manera absolutamente distinta. De ahí que toda la literatura sea de autoayuda. Y está allí, como la vida misma. Es verdad que nos ayuda a escapar –a veces deliciosamente– de nuestra piel y, algunas veces, a olvidar por unos segundos el dolor existencial. Pero un buen libro, decía Kafka, “debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Debe ayudarnos a sentir la Tierra.