Varios años atrás me interesó la posibilidad de que los ataques del 11 de septiembre de 2001 pudieran haber sido perpetrados por el mismo gobierno de Estados Unidos o hasta por un poderoso grupo detrás del gobierno, omniabarcante, siempre en la sombra que usaba el tablero geopolítico del mundo como una especie de teatro ritual de guerra. A 13 años de esta fecha, me ha dejado de parecer importante "saber la verdad" o llegar a una resolución. Más aún, resulta poco saludable dedicar mucho tiempo a investigar las llamadas "teorías de conspiración". Me resulta menos inquietante existir en la ambigüedad y seguramente también me parece menos trascendental descubrir que las cosas fueron o no manipuladas y orquestadas desde dentro (el famoso inside job). No cambia mucho mi existencia; antes cavilaba sobre esto que porque sugería que el ciudadano promedio vivía en una enorme ilusión, en una realidad manipulada por oscuras fuerzas y eso era algo que no podía soslayarse (como si debiéramos o pudiéramos hacer algo al respecto). A la vez, cada vez me parece más difícil e inútil desbrozar el inconmensurable legajo de información y desinformación que coexisten en torno a este tema. Quizás el sentido más amplio del 9-11 pueda tener que ver más con cómo un hecho en el tiempo, al pasar por el filtro espectral de los medios y las creencias, puede burlar nuestra noción de objetividad, de realidad y ficción, y ser los dos y ninguno, sí y no, como si las dos torres gemelas fueran la superposición de estados del famoso gato cuántico de Shrödinger o como ocurre en la serie "Fringe", en la que en un universo paralelo las torres gemelas existen y en otro no --y estos universos empiezan a mezclarse.
Más allá de esta paradoja que podemos ver en la naturaleza del 9-11 (como holograma de la política global), hay algo que sí cruzó de manera contundente la frontera de lo real y permaneció. Como los grandes mitos de una cultura, lo que sucedió el 11 de septiembre se convirtió en un punto de quiebre en el tiempo que generó una especie de narrativa fundacional, un mito al que regresamos y alrededor del cual orbitamos (un agujero negro en torno al que oscila la política local y global de Estados Unidos). Baudelaire, en un oscuro y profético sueño, habla de que vivimos en un edificio que está al borde de colapsar. Esta es la sensación perenne de nuestra sociedad que se recrudece y se vuelve un ominoso y constante "estado de excepción", en el que se cultiva el miedo y el subterfugio de culpar al otro, al extranjero. Esto no empezó ciertamente ese día pero alcanzó un nuevo arco que sólo ha estado incrementándose con las tecnologías digitales, que son sobre todo las tecnologías de vigilancia y aislamiento, al servicio del poder económico. Así pues llegamos a una sostenida abolición de la privacidad y, poco a poco, de la autodeterminación y del pensamiento divergente. Vivimos en una sociedad que se ha deificado a sí misma, por encima de los dioses de los mitos, enarbolando al dios de la técnica, supuestamente libre de teología y superstición. Y esta carrera es la más peligrosa. Más peligrosa (y al menos más real) que la de un único organismo controlador -mano invisible que todo lo mueve- es la ilusión de creer ser por primera vez autónomos, libres de todo el pasado y su lodosa e imprecisa relación mágica con la naturaleza . Nos hemos desencantado, creemos, pero en realidad sólo nos hemos malencantado.