El otro día, de manera casual, me encontré con un Concurso Escolar de Redacción. Era un concurso que alcanzaba a unas cuantas escuelas, con categorías para todas las edades. O sea, era una muestra representativa. Fue en Brasil, pero podría haber sido en México, en Argentina o en Colombia. En una ciudad importante. Fue el 17 de septiembre de 2014, pero podría haber sido el 18 de agosto de 1920.
Proponía un tema para cada categoría. Para los menores, “¿Internet es cosa de niños?”. Para los intermedios, “¿Quién cae en la red del pez? ¿Qué es la ética en las redes sociales?”. Y para los mayores, “La educación digital, un ejercicio de ciudadanía”. Establecía una extensión para cada categoría y un registro textual para cada categoría. Para los más pequeños, “libre”; para los intermedios, “narrativo” y para los mayores (de 15 a 17 años), “argumentativo”.
Y definía con transparencia los criterios con que serían evaluados los trabajos presentados.
El panorama era un poco más sombrío para mí de lo que parece, porque yo sería orador en el acto de entrega de los premios, justo antes de la entrega. Digo sombrío porque a medida que fui encontrándome con el concurso, fui pensando así…
No me gusta la idea de “concurso”. La escuela se la pasa buscando los mejores. Olimpíadas por doquier; abanderados; rankings; notas; pruebas; etc. En el mundo escolar sobran las competencias y faltan las fiestas. Adoramos los concursos y casi no hacemos festivales. Yo no quiero un “concurso” de redacción, sino un “festival” de redacción.
Cuando hacemos un concurso estamos imaginándonos que nuestro problema es encontrar los mejores y nuestro verdadero problema, en la redacción y en muchas otras cosas, es fomentar la producción. Necesitamos que los niños escriban, no saber cuál de ellos lo hace mejor. Y para celebrar la participación, el camino no es un concurso, sino una fiesta de la escritura; un festival. Ahí, lo importante es cuántos participaron y no quiénes ganaron.
De hecho, salí de aquel acto sin saber cuántos estudiantes habían participado de las más o menos 30 escuelas involucradas. Nadie lo dijo, porque a nadie le interesó. Supe que ganaron tales y cuáles, 15 en total, de tales y cuáles escuelas; 15 que subieron al palco a recibir su premio vestidos como para tomar su primera comunión.
Enseguida me enfoqué en el sustantivo “redacción”. No me gustó, tampoco. Yo prefiero escritura, definitivamente; o en su defecto, narración. Redacción me remite a herramienta. No me gusta porque aplasta lo de misterioso y alado que tienen la escritura y la narración. Redactar es un trámite; escribir, un proceso constitutivo. Redactar es un medio; escribir, un fin. En el reino de la redacción, la literatura es herética. No encaja. No existe. La ficción es devorada por la no ficción. La redacción es la versión plana, 2D, de la escritura.
Y no entendí la taxonomía que estaba por debajo de los géneros presentados. ¿Cómo que la narración es una subcategoría de la redacción? ¿Cómo que lo argumentativo no es narrativo?
Después (imagínense: estaba en un café a una hora de empezar el acto, preparando mis palabras) me topé con los criterios. Eran estos, en este orden: extensión (en líneas); legibilidad (debían ser escritos de puño y letra sobre temas de internet); sujeción al asunto/tema; coherencia de las ideas; corrección gráfica (que no supe ni sé aún qué quiere decir; ¿será un segundo énfasis en la caligrafía?); y por último, aspectos lingüísticos (concordancia nominal y verbal, etcétera).
Me asusté; ¿cómo no? Me asusté porque supe que aguaría la fiesta con mis palabras.
¿Cómo no decirles –a esta altura del campeonato--, micrófono en mano, ante unas 100 personas, en medio de aquel protocolo de acto escolar lleno de flores, escudos, maestros de ceremonia y palabras leídas, ante los 15 ganadores y sus padres, hermanos, abuelos y primos, y ante los creadores del concurso y los organizadores de todo aquello, en mi muy mediocre portugués, que todo aquello era un absurdo y un atentado contra lo que se pretendía desarrollar? Me quedaba algo más de media hora para resolver mi dilema.
Me asusté de los criterios, también. Y hasta acabé festejando que lo hubieran llamado concurso de redacción y no de caligrafía, como parecía que acababa siendo.
No encontré un solo criterio que no fuera o al menos sonara punitivo. No era ni un concurso; ¡era una prueba! Otra prueba más. No vi por ningún lado lo más difícil y más loable de escribir, que es la cadencia, el ritmo, el tono y la trama que va llevando un buen texto. No vi alusión a los efectos expresivos ni estéticos. No vi intriga, juego de captación de la atención del lector. No vi arquitectura del relato. No vi porque no había.
Se imponía ese tonito escolar que huye del deber ético de inspirar y se refugia, de manera un poco miserable, en la normalización y la punición. Sentí el dedo índice que es ícono del sistema educativo. A todas luces los criterios mostraban la vocación de evaluar orden y estructura por encima de vitalidad, expresión y seducción. Era una prueba y no era un estímulo. Era un examen. (¿Será por eso que no dijeron que participaron solo 40 alumnos?).
¿Por qué no se da cuenta la escuela de que nuestro principal problema no es que los niños escriban correctamente, sino que escriban y que quieran escribir? Que escribir les haga sentido. La escuela no se da cuenta de que su tarea es investir de sentido la escritura, que por default no lo tiene para un alumno hoy día. Es darle espesor a un proceso que está plano en el imaginario social. Somos nosotros –los educadores-- los que debemos recuperar el sentido hondo y toda la complejidad que tiene escribir. Lograr que los alumnos sientan –de alguna manera-- que eso que intentan manipular en realidad es lo que nos manipula y nos hace humanos, la lengua.
Pero no. Pero hacemos este tipo de cosas, todos los días. Y no nos damos cuenta.
Ya a estas alturas (además de que sólo me quedaban 10 minutos) había decidido que diría todo esto; con simpatía y con compromiso, pero lo diría. Y lo dije. Lo dije y no les gustó. Lo dije y no me harán caso. Pero yo lo dije y salí bien conmigo mismo.
Mientras preparaba mi intervención había pedido que me enviaran algunos de los textos premiados. Aunque me los podía imaginar, quería ver qué decían y cómo lo decían. Me llegó tarde, y los leí en la noche, ya en el hotel. Menos mal que no me llegaron antes porque los hubiera leído y habría sido peor.
Pero acá transcribo una parte de ellos, porque creo que no tienen desperdicio.
“Es necesario usar internet con seguridad, ser responsable por tus actos y contar con el acompañamiento de tu familia porque ella es muy confiable. Cuidado con las redes abiertas en internet” (último párrafo del texto de un alumno de 7mo año, 11 años).
“Así, en las redes sociales no debemos publicar imágenes con poca ropa o consumiendo bebidas alcohólicas, escribir palabrotas y exponer opiniones negativas sobre nuestros amigos. Eso es ser éticos!” (último párrafo del texto de una alumna de 7mo año, 11 años).
Les recuerdo: estos textos son los ganadores de un Concurso Escolar de Redacción. La redacción, como se ve, no impacta, y el contenido, como se ve también, no sorprende, aunque nos frustre otra vez. Los temas y el tono general del concurso no dejaban mucho margen, realmente. Uno tiende a pensar: o esos niños son como extraterrestres o simplemente mienten en sus textos.
La mayoría, miente. Miente piadosamente; miente preventivamente. Por suerte, miente. Así al menos se preserva. Se salva… hasta que mamá se duerma, y luego entra en internet, cada noche, con aquella picardía inquieta que lo caracteriza y lo constituye. Y a la mañana siguiente otra vez se baña, se peina y vuelve al recalcitrante personaje moralista que gana concursos de redacción en la escuela haciendo apología de lo que ni hace ni piensa.
Así, todos los días, funciona la escuela.
Twitter del autor: @dobertipablo