¿La felicidad debería ser sinónimo de democracia?

En lugar de obtener placer de lo que tiene, se duele por lo que otros tienen.

-Bertrand Russell

La felicidad es uno de los estados más subjetivos del ser humano: Felicitas era la diosa romana de la suerte, y su efigie (portando la cornucopia y el caduceo, símbolos respectivamente de la abundancia y la salud) se hacía imprimir en todas las monedas, en la cara posterior a la del César. El concepto de felicidad, pues, está ligado al dinero, a su fría materialidad, pero también --y sobre todo-- a su intercambio, donde las antiguas metamorfosis de los dioses se abstraen y convierten en un simple instrumento de posesión y acumulación. ¿Pero qué pasaría si pudiéramos utilizar una definición más moderna de felicidad para entender aquellos parámetros culturales que una sociedad encuentra relevantes, y dejarnos guiar por la felicidad como indicador para generar mejores políticas públicas?

La OECD (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico) cree que sí, y ha diseñado una herramienta para convertir la felicidad en un parámetro confiable para el desarrollo económico de las naciones.

La OECD se encuentra ubicada en París, una de las ciudades más bellas y envidiables del imaginario colectivo: los franceses tienen seis semanas de vacaciones, universidades gratuitas, excelente transporte público y uno de los mejores sistemas de salud del mundo. ¿Entonces por qué, año tras año, los franceses están ubicados en las encuestas como uno de los países más infelices del mundo?

No se trata de reducirlo meramente a la influencia del existencialismo: la felicidad de una sociedad no es lo mismo que la de otra. Por ello, The Better Life Index ha nutrido desde hace tres años una extensa base de datos compuesta por lo que 4 millones de encuestados en 180 países entienden por felicidad.

Los japoneses, por ejemplo, se preocupan sobre todo por la seguridad, probablemente a causa del accidente nuclear de Fukushima. Los latinoamericanos, por su parte, se preocupan por una mejor educación. La gente va a la página y resuelve un indicador de 11 prioridades, que incluyen parámetros como el ingreso y el medio ambiente; de este modo, cada encuestado puede ver dónde está ubicado su país con el parámetro que ellos colocan en la más alta prioridad.

Sin embargo, esta herramienta no está exenta de problemas: por ejemplo, al responder la encuesta te encuentras con algo llamado “balance entre vida y trabajo” (work-life balance), el cual es el parámetro más importante para los estadounidenses, pero Estados Unidos está ubicado casi al fondo del indicador mundial en este rubro. ¿Por qué, pues, si esto es tan importante para los estadounidenses, sus políticos no lo toman como punto de partida?

Angel Gurría, director de la OECD, afirma que el índice “es un instrumento de enorme poder y potencial político… para informar a los gobiernos de lo que la gente quiere y de lo que les provoca angustia”.

Es curioso que la felicidad como indicador económico tenga que entenderse desde la falta: dime de qué careces y te diré dónde está tu felicidad.

Según Bertrand Russel en The Conquest of Happiness, el pasto no es más verde en el jardín de nuestro vecino, simplemente idealizamos (es decir, envidiamos) el pasto del vecino porque no es nuestro, porque no nos pertenece.

“¿Qué es lo que siempre hace la gente?”, se pregunta Anthony Gooch, uno de los creadores del índice. “Los seres humanos están constantemente espiando sobre la cerca. ¿Qué hace mi vecino? ¿Cómo le va a él?”.

No se trata de envidia –al menos no desde el punto de vista de un economista— sino de contraste: Gooch y Gurría creen que el índice podría servir no sólo para que las políticas públicas se conecten con la vida de la gente, sino como un auténtico instrumento democrático.

Por otra parte, darnos cuenta de lo que sí tenemos debe ser el correlato moral esperable de un ejercicio de estadística económica como este. Las prioridades de las personas cambian de acuerdo a su clase social, así que deberíamos preguntarnos qué tan objetiva puede ser una base de datos sobre felicidad llenada por personas con acceso a internet, es decir, con las necesidades elementales (comida, vestido, vivienda) relativamente resueltas, a diferencia de millones de personas para las que la felicidad probablemente es no pisar una mina antipersona y comer un puñado de arroz (la película que hay que ver es La pesadilla de Darwin).

Probablemente la felicidad no sea sinónimo de democracia, aunque puede ser entendida --al menos-- como el punto ciego de cualquier régimen de gobierno. La felicidad es básicamente aquello que le falta a la gente; pero, dialécticamente, también es eso que sentimos cuando nos damos cuenta de lo que sí tenemos.

Bruno Fontaine, parisino en sus treinta, habla de la felicidad en un pequeño café en la orilla izquierda del Sena, mientras la Torre Eiffel enciende su vestido de noche. “Para mí es la salud”, dice, “porque cuando tienes salud todo es más fácil”. Luego añade: “¡Salud y amor!”; pero el índice de la OECD no considera el amor.

 

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