Lo que aquí nos interesa es desentrañar esos encuentros furtivos que sostuvieron los marineros en su travesía entre los continentes americano y europeo.
Es preciso tener en cuenta que la vida en los barcos no era cómoda ni fácil. El viaje entre América y Europa podía durar hasta cuatro meses si había demoras en los puertos o malas condiciones climáticas para la navegación. A menudo la tripulación, que era de aproximadamente 30 hombres, convivía con los pasajeros en un ambiente hacinado, hediondo e incómodo. El hacinamiento ocasionaba que, como señaló horrorizado el fraile Antonio de Guevara: “si por haber merendado castañas o haber cenado rábanos, al compañero se le soltare algún… ya me entendéis, has de hacer cuenta, hermano, que lo soñaste y no decir que lo oíste”. El religioso se lamentaba, además, de que todas las chinches que se escondían en los resquicios eran compartidas por los lechos y las ropas de los navegantes y pasajeros.
Por otra parte, aunque se realizaban rezos colectivos y se permitían algunos juegos de azar como los naipes, los días transcurrían lentamente con el vaivén de las olas que a muchos ocasionaba nauseas y vómito. En ese entorno incómodo pero también lleno de peligros (tempestades, ataques de piratas, naufragios, motines o escasez de víveres y agua) podemos adivinar la soledad y las necesidades de quienes vivían del duro oficio de marinero compartiendo mañanas, tardes y noches con personas de su mismo sexo. Las mujeres eran prácticamente inexistentes en este universo marítimo. Por otra parte, poco sabemos de los muchachos que se alistaban para navegar en los barcos españoles y sólo podemos suponer que eran muy pobres o huérfanos y que su única posibilidad de sobrevivir (aparte de la mendicidad o el robo) era hacerse marineros y quizás cifrar sus esperanzas en escapar en el primer puerto americano donde anclara el navío para probar suerte en una tierra que parecía llena de oportunidades.
Así, encontramos casos como el del mulato Gaspar Caravallo, encargado de la despensa de una nao anclada en San Juan de Ulúa, quien fue acusado por dos niños de 13 años, Pedro Merino y Francisco Quixada, de haber intentado cometer el pecado nefando con ellos. El primero declaró que Gaspar “lo besó en la boca cuatro o cinco veces, también le tentaba el culo”, por lo cual el muchacho andaba “temeroso y sospechando era puto”, razón por la cual cada vez que y siempre que se acostaba se hacía muchos nudos en los calzones para evitar que el mulato “lo cabalgase”. Agregó que un par de semanas atrás había visto a Gaspar meterse bajo cubierta con un grumete llamado Juan Vizcaíno y que, atisbando por un agujero, vio que se estaban tocando los genitales y que, en otra ocasión, Gaspar le ofreció mucho dinero si se dejaba “cabalgar”. Además, un mes atrás el mulato le había dicho “que lo quería joder”. Las acusaciones se van incrementando: en otra ocasión, Gaspar tomó la mano de Pedro y se la puso sobre el “miembro derramando polución”, y dice que “la tenía larga y la sintió mojada y olía mal y se limpió la mano”. Como Gaspar no dejaba de acosarlo, Pedro, desesperado, se tiró al agua y se fue nadando a otro barco de la flota.
Por su parte, Juan Vizcáino de 17 años de edad, también acusó al despensero pues “siempre andaba enseñando su natura a los muchachos y que el día que los vieron encerrados bajo cubierta fue porque Gaspar se sacó el miembro y le pidió a Juan que hiciera lo mismo y que Pedro le había dicho que también a él se lo había enseñado y que lo tenía mayor y feo”. Asimismo, Francisco Quixada, hijo de un carpintero en Triana, acusó al despensero de obligarlos a ponerle las manos “en su natura” y de que no lo habían acusado porque tenían miedo de que los matara.
Las sentencias varían desde una suspensión temporal –pasando por las multas y los azotes-- hasta el destierro y, obviamente, la muerte. Parece ser que si no existía la penetración el delito era juzgado con menos dureza, pese a que la tortura era un procedimiento legal obligado. Asimismo, los acusadores eran siempre menores de edad, lo cual pareció actuar a su favor en dos sentidos pues, al parecer, no recibían castigo alguno (con excepción del tormento) o las imputaciones no eran tomadas con la misma gravedad que si fueran hechas por un adulto, ya que podían ser producto del rencor, el deseo de revancha o hasta del aburrimiento pues, como ya lo mencionamos, los grumetes y los pajes estaban en el último escalafón de la organización en los barcos y, por ende, llevaban a cabo las tareas más pesadas con el sueldo más bajo. Los muchachos, sector vulnerable y desprotegido, se encontraban a merced de los adultos quienes, en el barco, disponían de ellos de forma indiscriminada.
Los encuentros sexuales entre los marineros se llevaban a cabo furtivamente (aunque la “privacidad” como la entendemos actualmente era prácticamente inexistente) a sabiendas de que, en caso de ser descubiertos, el castigo sería terrible. Pero la urgencia de la carne, el tedio y la soledad parecían pesar más que el temor a morir en la hoguera.
Referencia:
Ursula Camba Ludlow. “El pecado nefando en los barcos de la carrera de Indias en el siglo XVI. Entre la condena moral y la tolerancia”, en Presencias y miradas del cuerpo en Nueva España, Estela Roselló, coord. Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México, 2011.
Twitter de la autora: @ursulacamba