Fervor en Buenos Aires: una visión de la final de la Copa del Mundo

La mesa estaba servida y el banquete no podía ser más suculento: la Argentina de Messi –en donde si algo no escaseaba era el talento y el prodigio– se encontraba en la final de la Copa del Mundo, en la alcoba de su rival más odiado, al que le cantaron con saña y alegría a lo largo del torneo con la dialéctica digna de un adolescente acomplejado y no la de un gigante mundialista (este extraño fenómeno merecería un análisis aparte, sobre todo al comprobar que más importante que enorgullecerse por los méritos propios, estalla a la menor provocación la vanidad negativa, que se solaza y justifica en el “Yo la tengo más grande”, sobre todo en los temperamentos más apasionados o directamente en los escandalosos descerebrados). El canto mundialista de la hinchada albiceleste obedecía una sola pasión, aún más importante que ganar: la de echarle a perder la fiesta al anfitrión, o para decirlo en palabras de un taxista porteño: “Traer la Copa desde el Maracaná sería como cogerse a la mujer de los brazukas” (de la insensatez de la letra, como se explicita en el artículo del periodista Peregil, el único dato irrebatible es que, en efecto, Maradona es más grande que Pelé, tomando en cuenta que el oriundo de Minas Gerais se ha abocado desde hace mucho tiempo en ser el esbirro más oscuro de Joseph Blatter y la FIFA).

El domingo en Buenos Aires amaneció fresco pero luminoso, soleado luego de un sábado de lluvia torrencial que invitaba al fornicio desaforado o al suicidio diferido. Un día soñado para jugar una final de Copa del Mundo contra quien, una vez más, se revelaría como el papá de los pollitos (y es que los alemanes, pese a lo que se diga de dientes para afuera, imponen respeto y solidez ahí donde se paran; una visión de táctica y de mundo que acabaría por definir el resultado).

Acorde con mi vocación de antropólogo social, me dispuse a ver el partido en un lugar popular que fuera a estar atiborrado por los locales, por lo que me dirigí a las pantallas gigantes de la Plaza San Martín, que una hora antes del encuentro ya lucía abarrotada por todo tipo de elementos. Fernet, cerveza y vino en tetrapak corrían generosos, así como todo tipo de chorizos alevosos. El ambiente era animadísimo y combustible, acorde con un pueblo al que pueden reprochársele prácticamente todos los delitos, menos su entrega irrestricta y desaforada al destino nacional: vivir por y para el futbol.

Uno de los rasgos más llamativos de la Argentina –en concreto, de la ciudad de Buenos Aires– es la capacidad que tiene de erigirse a sí misma como un territorio enclavado no en el reino de la realidad sino en el de las interpretaciones. Acá no importan los hechos ni quien los enuncia, sino la capacidad de anular lo que dice del otro, diríamos en México, por mi chingada gana. Por ello, cada que hay eventos que conjuntan a los habitantes de Buenos Aires con la gente que viene de la provincia no puedo sino pensar que esta ciudad tiene un problema con la fealdad en sentido total y permanente, que se trasluce, más que en su culto a la belleza, en la negación de sus horrores. A diferencia de México, que cultiva otras formas del racismo y el clasismo, aquí el otro sólo existe cuando rompe y cuando rasga (a veces, también, en las marchas peronistas). La violencia resulta un rasgo estructural en una sociedad asimétrica que funciona como un castillo rodeado por los salvajes de los burgos.

En uno de sus cuentos más siniestros, Juan Rodolfo Wilcock menciona a unos seres extraños y horribles que no toleran la luz del Sol, los donguis, suerte de humanoides caníbales que viven en las líneas del metro acechando a los porteños. Eso es lo que se ve cuando aparecen en la ciudad los habitantes de las villas, seres estropeados a granel –por la droga, el alcohol y la pobreza– que desentonan con fiereza del lugar que los contiene. Incomodan por su aspecto. Son los seres arrabales.

Me bastó calibrar apenas el ambiente para percatarme de que las cosas se saldrían muy pronto de control, cualquiera que fuera el resultado. La gente estaba encaramada en los árboles y semáforos, empujándose a diestra y siniestra y no se contaba con la logística –ni el interés– para resolver una probable emergencia. Abandoné la plaza y me dispuse a ver el partido en un bar de alrededores.

Habiendo terminando el partido –que podría haberse ganado– me sorprendió, luego de la tristeza inaugural, la sensación de extraña euforia que se respiraba en el ambiente. Se había perdido, y dolía, pero se había dado un gran partido ante el mejor equipo del mundo. Alguien me dijo: “Nada que reprochar a los jugadores, es una derrota digna”, mientras nos dirigíamos al Obelisco (en otra circunstancia, yo hubiera pensado: “Pretextos quiere el diablo para ponerse hasta la madre”, pero luego aduje que la circunstancia era única y original para la épica de un país que por, algún mecanismo que escapa a mi entendimiento, se asume triunfalista).

En la avenida 9 de julio todo era romería. La gente gritaba encendida con tambores y batientes. Se bebía y se brincaba con auténtica alegría; un instante conmovedor en el que me reconocí de pies a cabeza: pocas cosas se llevan tan bien como una derrota compartida.

En esas nos encontrábamos cuando de súbito cayeron, a unos metros del Obelisco, gases lacrimógenos que derivaron en una espantosa estampida. La irritación de ojos y garganta era intolerable y la muchedumbre empezó a dispersarse. No entendía lo que pasaba y al principio pensé que se trataba de una estrategia de la policía para acabar con el festejo, que ya dejaba notar que acabaría de pésima manera. Entonces vi escenas horrorosas. Tipos con la cara tapada y armados con tubos destrozaban los comercios a su paso. Quitaban las baldosas del piso y las aventaban a las vidrieras, a la gente y por los aires. Botes de basura eran apedreados y contendores enteros, inflamados. Algunos corrimos entre la turba y en medio de la confusión vi a niños inconscientes y hombres aporreados. Caminando por una calle paralela a Corrientes, el entorno era dantesco y patibulario. Un tipo acuchillado se sostenía con una mano las vísceras que le escurrían del abdomen, mientras otros se golpeaban sin misericordia en medio de un caos generalizado. En ese momento mi miedo fue cerval, puesto que era evidente que nadie iba a proteger a nadie. La escena era digna de un país africano, con fuegos a media calle y hombres destrozando lo que encontraban a su paso.

Corriendo como un orate llegué hasta Corrientes, donde mi sorpresa fue mayúscula porque en esa parte de la calle la fiesta continuaba con tranquilidad, incluso con armonía. Y pensé en la estúpida fatalidad de la desgracia. Veinte metros antes, uno puede perder la vida. Pero se tuerce en la próxima esquina y uno toma una cerveza.

Caminé hasta mi casa, serenando las emociones y las imágenes, con la certeza irrebatible de que, si se hubiera ganado la Copa, peores hubieran sido los desmanes.

Al día de hoy, no entiendo la moraleja.

Pero la sensación que experimenté fue la de "Sálvese quien pueda".

Twitter del autor: @Ninyagaiden

* Fotos de Miguel Cuesta

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