El Inversor: Festival de lectura

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Reading, Panta Rhei[/caption]

Las escuelas ven los logros e ignoran los procesos. Es un denominador común del modelo escolar vigente.

Logros o fracasos, lo que define a la escuela es su foco en el desenlace del proceso y no en el curso del mismo. Si es logro, alaba y encumbra, y si es fracaso, pune, señala y aparta. Siempre, todo, en la escuela es olimpíada, concurso, certamen, prueba.

La escuela no sabe acompañar los procesos; no sabe cómo verlos ni, mucho menos, cómo evaluarlos. Se le complica afincarse en lo etéreo, en lo subjetivo, en lo diverso, en lo irreductible a la previsibilidad. Pero no sólo no sabe acompañar el proceso sino que tampoco sabe diseñar desde los procesos. No piensa en los procesos como fines. No se anima a darles relevancia pedagógica. No cree en ellos, aunque nos diga que sí.

Veamos todo este debate encima de un ejemplo.

¿Qué hace la escuela con la lectura? Básicamente, la echa de menos, la trata de imponer, la elogia hasta el empalago, la reduce a ejercicios menores de comprensión superficial y la encumbra todo el tiempo. ¿Y con la lectura en voz alta? La va perdiendo; la aísla y no la relaciona con nada.

Es muy difícil encontrar una escuela que conecte lectura con escritura; o lectura en voz alta con narración y con narración oral. En general, atiende estas prácticas aisladamente, como acciones inconexas; como temas de un listado cualquiera. No encaja una cosa con la otra. Se olvida o no ve que la lectura y la escritura son dos caras de una misma moneda.

El buen lector es –sobretodo- aquel que sabe que la escritura es un arte complejísimo, profundo, hondo e insondable. Y para saberlo, nada mejor que tratar de escribir algo. El que vive la experiencia de escribir no puede reducir la lectura a un acto trivial. Y a su vez, el que lee escribiendo o escribe leyendo se conecta al mismo tiempo con el consumo y la producción, con la contemplación y la creación, con la recepción y la proposición. Leer sin escribir desemboca en “profesora de literatura” o en libro de texto, no en escritor. Leer y leer, si no conduce de alguna manera a la escritura (es decir, a la proposición del que lee,) no decanta, no sedimenta, no hace sentido y se vuelve mera práctica vacía o estereotipada erudición. Lo mismo que atesorar libros, que no es lo mismo que desarrollar una biblioteca.

Imaginemos un festival de lectura en voz alta en la escuela. Rubrica en una fiesta en la que los niños leen en voz alta para el público asistente (o sea, la comunidad). En medio, recreos de narraciones orales, cortes musicales, entrevistas, teatro. Una fiesta escolar; una escuela en plena producción cultural. Una feria cultural abierta.

Pero el eje es el festival.

Unos meses antes, comienza la preparación de los alumnos para el festival. Comienza el proceso -quiero decir. Un proceso que los participantes van construyendo con su propia experiencia. Partimos de unas lecturas iniciales en voz alta en el aula. Imaginemos un aula de niños de 12 años. El maestro toma un texto (un tramo cualquiera de La fiesta del Chivo). Y pone a leerlo en voz alta, al frente, a 10 alumnos, uno tras otro. Cuando acaban, llama al aula a una recapitulación. ¿Cómo nos ha salido? No a cada quién, sino al colectivo. ¿Fue digna la media de los 10 lectores? Discutamos.

Discutamos para comenzar, no para acabar el proceso. No discutamos a cada uno de los lectores, sino la producción colectiva. Dejemos que esos 10 nos hablen de los 30… o de los 30 mil. ¿Cómo estamos para leer? ¿Leemos bien?

Seguramente, mal. Nadie habrá disfrutado ni de leer, ni de escuchar, ni de La fiesta del Chivo. Habrá habido tensión, monotonía, tedio y presión. Mal clima; poco sentido. Evaluemos los esfuerzos. ¿Qué hizo el que mejor leyó? ¿Por qué el que lo hizo bien lo hace bien? ¿Hemos podido conectarnos con Vargas Llosa? ¿Apareció la gran literatura en esa escuela ese día?

Seguramente, todo habrá sido poco, débil, incómodo. Es previsible.

¿Cómo podríamos mejorarnos? ¿En qué tipo de procesos invertiríamos las horas de preparación hasta el festival? ¿Cómo salimos de lo trabados que estamos? En suma, ¿cómo sigue el proceso?

Todo eso se discute, entre los alumnos, con la conducción del maestro. El maestro no sabe dónde van; los alumnos tampoco. Pero lo más importante –para que el proceso se desencadene-- es que los alumnos perciban que el maestro no tiene las respuestas. Ahí se abre la producción verdadera.

Las propuestas –seguramente-- serán estrechas, sólo próximas a lo conocido. Propondrán entrenarse. Repetir. Tomar cursos de oratoria. Perder la vergüenza. Insistir. Pero no más que eso. La participación también está estereotipada en la escuela. Difícilmente, los alumnos propongan –por ejemplo-- cambiar de texto o elegir cada uno su texto. Si no lo hacen, el maestro debe introducir la posibilidad. Y también proponer que se planteen escribir ellos lo que leerán o reescribir el texto de Vargas Llosa. Abrir y abrir. Dar libertades. Sorprender. Desafiar.

Y los deja elegir. Exige que tomen posición. Que haya diversidad. Que cada uno de ellos se constituya, adopte postura de sujeto (“yo creo, yo pienso, me parece, deseo…”).

Luego, el maestro propone un período de preparaciones. Un tiempo para entrenarse, cada quien en el esquema que haya escogido. De a uno o en grupo. Ayudados o en soledad.

El maestro pone una nueva fecha futura para volver a hacer lo mismo dentro del aula, a puertas cerradas; para volver a escucharse entre ellos y volver a evaluarse. Esta vez escucharán al que se entrenó; al que se aprendió de memoria el tramo de La fiesta del Chivo; al que tomó cursos de oratoria… pero también al que escribió un poema y lo lee; al que escribió una crónica; al que reescribió un tramito de El Quijote; al que prefiere contarlo sin leer…

Y vuelven a evaluarse. Recapitulan en grupo. Aparecerá el valor de la producción; la riqueza de la diversidad. Aparecerán los valores nuevos en contraste con la monotonía de la primera producción. Habrá otra energía. Cogerán otra confianza. Comenzará a aparecer la emoción, que es la expresión del sentido de lo que se está haciendo.

En ese momento, en toda la escuela, se está produciendo el mismo proceso en cada aula, en diferentes edades, con grupos distintos, con estilos y ritmos de conducción diferentes, con descubrimientos y conclusiones diversas. La escuela está atravesada por un proceso vital, abierto, inclusivo, colectivo y organizado en función de una instancia social conjunta, el festival.

Los maestros evalúan la calidad de la producción, pero sobre todo la calidad de la búsqueda y el trabajo de recapitulación. Las capacidades del grupo para aprender juntos y de ellos mismos. La calidad de la diversidad. La tolerancia a la diversidad. La disposición a la osadía. La orientación al logro por encima del estereotipo.

Y el proceso sigue.

No hay nombres de niños destacados; tampoco de niños relegados. Hay grupos, interacciones y aprendizajes compartidos. Tampoco hay recetas. Hay búsqueda abierta. Exploración. Procesos de cada aula, de cada escuela.

El colegio se carga de energía convergente. El festival integra e incluye. No hay expectativas de triunfos, sino el triunfo colectivo. No hay celebridades. No hay estrellas ni elegidos. Hay vitalidad social básica. Hay de todo. Hay para todos.

Y así podríamos seguir con cada cosa, para cada eje que se quiera trazar. Así, ir construyendo la escuela. Eso es una escuela, quiero decir. Además, cada tanto, nos acordamos de que debemos tomar lista y llamar a silencio. Cuando no quede otro remedio.

Twitter del autor: @dobertipablo

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