La forma en la que la cultura occidental lidia con las enfermedades –especialmente las enfermedades mentales- es muy distinta a la manera en la que tradiciones chamánicas tratan este tipo de exabruptos o desbalances. En la mayoría de los países occidentales, cuando la medicina establecida es requerida, inmediatamente se decide anegar el padecimiento que se está manifestando con una alta dosis de fármacos. Se reacciona de manera agresiva y general, sin ahondar mucho (a menos de que no funcionen los antibióticos, psicoactivos o corticoesteroides que suelen recetarse de cajón) en las particularidades de dicha enfermedad y, sobre todo, del individuo (su propia historia personal). ¿Cómo saber si esta enfermedad tiene un mensaje para nosotros, cuando asesinamos al mensajero antes de que pueda revelar su significado?
Es verdaderamente lamentable ver cómo muchas personas inquietas y hasta brillantes son apagadas y marginadas con medicamentos de alta potencia, principalmente por no adaptarse a la norma y a las formas aceptadas de comportamiento dentro de lo que predetermina nuestra sociedad –y la crueldad se acentúa en el hecho de que muchas veces la causa del sufrimiento, de la depresión, de la locura o del mismo mal funcionamiento del organismo es solamente la incapacidad de nuestra sociedad para aceptar esas diferencias y, aún más, para proveer un contexto donde integrar estas anomalías que tanto nos aterrorizan-. La medicina moderna, lo que ataca, son los síntomas; las causas no son negocio.
Si bien le tememos a toda enfermedad, a ese espejo fragmentado que a la vez amplifica grotescamente nuestro rostro verdadero, la locura nos produce un pánico que no conseguimos tolerar justamente porque parece amenazar nuestro orden cauterizado. Una persona enferma nos parece simplemente decadente, pero en su propia debilidad resulta inofensiva. No es así con el enfermo mental, quien en ocasiones parece mantener una cierta energía –o un fuego indómito- suficiente para subvertir y hacer olas en el estadio de falsa perfección de nuestra realidad –la locura es el grito sobre el silencio pudoroso y acomodaticio de la burguesía mental-. Y es que la locura es, de entrada, la posibilidad de otra realidad. Por ello, rápidamente reaccionamos invalidando esa realidad posible (que es, esencialmente, un atentado en contra de la preeminencia de una única realidad: la nuestra). El loco es el error del mundo, el error de la sociedad, el error de Dios (y como tal, hay que arreglarlo u ocultarlo). En términos del lenguaje de programación que nos regula: es un virus en nuestro sistema.
Pero no en todos lados es así. El poder del pensamiento tecnoracional parece incontestable, pero a fin de cuentas sólo ha tenido potestad en el mundo durante un parpadeo (es apenas una golondrina en los eones de la Historia). Antes de la confianza apolínea en dominar el caos, reinó el instinto delirante de la manía, de la posesión, de la teofanía y el furor en la termodinámica humana. El chamanismo, como nos muestra Mircea Eliade, la religión o filosofía técnica de la naturaleza más antigua, entendió en su origen que lo que hoy llamamos una enfermedad mental era posiblemente una manifestación de lo divino –o de aquello extraordinario, que merecía ser atendido por la comunidad como un mensaje y una oportunidad de conocer el misterio y sanar-.
Somé observó cómo pacientes miraban las paredes desangelados y embotados, en estado zombie, bajo la indolencia y el extravío de los medicamentos psicotrópicos. “Así que esta es la forma en la que los sanadores son tratados en esta cultura. ¡Es una lástima! ¡Qué pérdida que una persona que por fin está alineada con una fuerza de otro mundo sea desperdiciada!”. Somé relata haber visto a personas internadas con los mismos síntomas que había presenciado en su comunidad –personas que luego fueron encaminadas para desarrollar las artes de la sanación-. Apenas una depresión o un caso moderado de psicosis es suficiente para que una persona sea colocada en un regimen de medicación por años.
Para la tradición de los Dagara, los desordenes mentales son emergencias o crisis espirituales que llegan en ayuda de un incipiente sanador. El malestar y el deterioro que producen es resultado de que la persona no reciba la asistencia adecuada para integrar esta energía espiritual, comúnmente incompatible con la realidad cotidiana a la que ha sido sujeto. En otras palabras, son llamados del espíritu. No es sólo la tradición de los Dagara la que dice esto. La medicina unani o medicina grecoárabe, heredera de Hipócrates y Maimónides, considera que las enfermedades son los mensajeros de la naturaleza (de la deidad) y, por lo tanto, nuestros aliados en el camino de la evolución individual. En la sanación se hace visible la acción del tabiyat -nuestra naturaleza o espíritu, en su empuje por manifestarse y llevar el barco hacia el puerto-.
Es parte consustancial de la narrativa que repetimos –de lo mítico— que el héroe debe de atravesar una crisis para encontrar y apuntalar su identidad. Generalmente el héroe debe de enfrentar su parte oscura, descender al inframundo y morir (simbólicamente) para cobrar toda su fuerza y cumplir su destino. En palabras de Joseph Campbell, el viaje del héroe refleja un movimiento de las realidades exteriores hacia una dimensión interna, "de la escena del mundo de los efectos secundarios a aquellas zonas causales de la psique donde las dificultades realmente residen". Este modelo épico bien puede aplicarse al grueso de nosotros, con nuestros pequeños dramas. La enfermedad quizás sea la más clara y común manifestación de este mítico escollo en el que descubrimos quiénes somos y nos transformamos más allá de los vectores colectivos, si es que somos capaces de decodificar el mensaje (algo como el oráculo de Delfos en la Esfinge de cada uno) e integrar lo que permanecía oculto en nosotros. Matar al dragón es sólo el postre inercial de saber quiénes somos (que somos asesinos de dragones, como los soles de todas las religiones). Como en aquel guardián del cuento de Kafka, Ante la Ley, hay un dragón personalizado para cada uno de nosotros.
En sus visitas dantescas a los hospitales mentales, Somé relata que observó entidades sobrenadando entre los pacientes. “Estaban causando los problemas en estas personas… Estos seres estaban actuando como una especie de energía que excavaba en los campos de energía de estas personas. Estaban aferrados a esto. Las personas a las que le hacían esto estaban gritando y pataleando”.
Esto parece especialmente pronunciado entre los esquizofrénicos, personas que padecen una enfermedad mental que comparte muchas características con el chamanismo tradicional y las habilidades psíquicas. Existe, en la esquizofrenia, una especial “receptividad a un flujo de información e imágenes que no puede ser controlado”. Estas imágenes pueden ser visiones numinosas que reconcilien a una persona con sus miedos más profundos o con aquellos ancestros que siguen pesando en su sombra y, a la vez, revelen información útil para una comunidad –si es que logran ser asimiladas-. “La energía del sanador es de alto voltaje. Cuando se bloquea, simplemente quema a la persona”.
Las entidades observadas pueden ser representaciones de fuerzas de choque, ya sea que buscan ayudar a la persona enferma -ese sanador en potencia- o que buscan limitar su propia expresión, antiguas cuitas irresolutas.
Estamos acostumbrados a etiquetar las cosas como buenas o malas y, así, todo aquello que nos hace sentir cierto malestar es rápidamente repelido -el mareo o la manía misma de lo divino-. Pero ¿cómo podemos cambiar algo que está tan enraizado, si no sacudimos la estructura misma sobre la que se entierra? Alguna vez escuche decir que "la salud es movimiento" y, entonces, la verdadera enfermedad es aquello que se estanca. Una persona completa (y sana) debería de ver pasar por su cuerpo y su mente los peores demonios; todo un desfile de sombras pasando. Nuestro temor, entonces, no debería de fijarse en estar enfermos o en estar viviendo algo "malo", sino en no ser capaces de ver y hacer surgir nuestros antiguos dolores -traumas y fantasmas- fluyendo por nuestro cuerpo y cumpliendo su cauce.
No es necesario creer, como ocurre con Somé y el pensamiento chamánico, que las enfermedades son llamados del espíritu o de nuestro propio chamán interior. Una lectura secular y moderada nos muestra, de todas formas, que casi siempre las enfermedades -como crisis psicosomáticas- son oportunidades de asimilar una parte de nosotros que yacía desatendida y, posiblemente, transformarnos e incluso hallar las joyas ocultas en nuestro ser -aquellas que van más allá del condicionamiento, la utilidad y la futilidad mundana-. Esto no es sólo una herramienta, un enfoque positivo para superar la enfermedad; es algo más. Es un conocimiento arquetípico de la psique, que permite trascender en espíritu la misma contingencia humana -el accidente, el azar y la misma enfermedad- en la fuerza del individuo que se reconoce a sí mismo como una manifestación única de la múltiple unidad de todas las cosas. Y entonces, ocupa su lugar en el misterio.
Twitter del autor: @alepholo
Sobre este mismo tema hemos escrito antes aquí: La fascinante relación entre las enfermedades mentales, la creatividad y el chamanismo