Sin voz, sin posibilidad para movilizarse, el cadáver era considerado un vivo más pero sin voluntad propia. Los que si vivían decidían donde acomodarlo: en la cama, en el comedor; a veces les estorbaba y lo acostaban en la tina del baño, otras más lo colocaban entre otros vivos y más disecados para engrosar la agrupación. Su destino era considerado democrático, ya que antes de morir había firmado de propio puño la autorización para ser embalsamado y el acuerdo de su estado post mortem incluía algunas cláusulas en las que contaba con el derecho de elegir quien movería su cuerpo inerte. Ya muerto, daba lo mismo quienes se harían cargo de su contenido de putrefacción.
La identidad puede quedar embalsamada con diferentes materiales y por distintas razones. En un principio la ciudadanía mexicana fue acertadamente encriptada en una tarjeta para ejercer el voto, cuyo objetivo primordial era garantizar que el ciudadano que votara no estuviera envistiendo una identidad falsa ni reproduciendo votos al por mayor. La justificada paranoia que producía la incertidumbre de los procesos electorales después de 1988 generó un fenómeno que superó el registro de ciudadanos dispuestos a votar previo cotejo de su identidad. La credencial de elector se convirtió en la aspiración de quienes carecían de documentos oficiales porque abría la posibilidad de demostrar sin obstáculos la nacionalidad mexicana, el cobro de cheques sin rechazo bancario, el acceso a edificios con control de entrada, el registro de hijos en las escuelas, la recepción de medicamentos en el seguro social, la solicitud de un crédito de vivienda.
La credencial se volvió el comprobante oficial de la ciudadanía mexicana. Y así como en una caricatura, los derechos de participación política se restringieron a votar. A diferencia de lo que la Constitución señala, para ser votado en este país se necesitan mucho más cosas que ser ciudadano: incorporarse a un partido político o conformar uno (a sabiendas de que se tendrán que repartir despensas y acarrear personas para formar asambleas vacías de contenido). Si alguien se anima a ser candidato independiente, pues tendrá que conformar una asociación civil y después juntar el triple de firmas que se le piden a un partido político.
Por otro lado, si algún mexicano imaginaba participar políticamente a través de la iniciativa ciudadana y redactar una ley para después conseguir las miles de firmas requeridas con la esperanza de que se discuta seriamente y se vote en el Congreso, debe esperar sentado, atrapadito ahí como en la foto infantil de su credencial, porque difícilmente la propuesta será leída, revisada y mucho menos votada por los legisladores.
O si pensaban que podían premiar a algún legislador o presidente municipal por su buen desempeño y reelegirlo, me temo que tendrán que reposar, zambullidos en la tina, a que la cúpula del partido decida si les resulta conveniente o no postularlo para reelección.
Las posibilidades de ejercer la ciudadanía para algo más que no sea votar (por los mismos de siempre o por sus hijos o yernos) están nulificadas.
Y me temo que los químicos con los que embalsamaron nuestra identidad ciudadana tienen aún más implicaciones.Las buenas intenciones de quienes nos motivaron a sacar la credencial de elector para conformar una lista confiable que impidiera a toda costa el mal uso del voto, han sido rebasadas por los partidos políticos.
No por tener credencial puedo ejercer mi ciudadanía realmente. En cambio, a los partidos políticos les representa enormes ganancias el hecho de que cada día más ciudadanos saquen su credencial. Por cada credencial nueva se suma 75% de un salario mínimo a la bolsa de los partidos políticos.
La conformación de un padrón electoral sin duda se impulsó con las mejores intenciones y facilitó la comprobación de la identidad con la misma tarjeta. Pero la realidad es que 60% de los que tienen credencial de elector no asiste a las urnas, y apuesto a que entre el resto de los que sí votamos nos encontramos muchos que no lo hacemos con entusiasmo, sino por elegir al menos peor.
Es indispensable que solicitemos que la credencial electoral no sea la única referencia de identidad para la realización de trámites oficiales. Es necesario que exijamos que el dinero de los partidos políticos no esté amarrado al número de credenciales de elector que hay en el país. Si queremos que nuestra ciudadanía sea una práctica viva, ágil, con movimiento propio, es urgente que desvinculemos nuestra identidad de la tarjeta electoral.
Nos han hecho creer que la ciudadanía se concentra en el voto; mientras sigamos identificándonos con esa constreñida imagen de nuestras libertades ciudadanas, no seremos mas que un cadáver descompuesto al que se le conduce sin mayor resistencia.
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