Por estos días se estrenó en México The Grand Budapest Hotel, el largometraje más reciente de Wes Anderson. La película, como se anuncia desde el inicio, está inspirada o basada parcialmente en el estilo o algunas obras narrativas de Stefan Zweig, el prolífico escritor austriaco que pertenece a esa generación irrepetible de artistas e intelectuales que, paradójicamente, despuntaron en una época de horror y decadencia, la Mitteleuropa de finales del siglo XIX y principios del XX, la Viena de Kraus, Klimt, Wittgenstein y Adolf Loos, el Berlín de Walter Benjamin, el París en el que Proust salía en medio de los bombardeos para preguntar a un amigo por la pronunciación correcta de dos palabras en italiano. Sin duda uno de los periodos más contrastantes de la historia europea, ahí donde sus expresiones culturales más elevadas compartieron el instante con la crueldad de la guerra y la mezquindad de esos otros asuntos también tan decididamente humanos que son la violencia y la búsqueda del poder.
En este contexto, el recurso inmediato podría encontrarse en entregar a intelectuales como Zweig la salvaguarda de la civilización, su defensa ante la barbarie que todo lo marchita. Pero Anderson mira hacia otro lado y hace del Escritor únicamente un testigo indirecto, el depositario de una historia que inesperadamente escucha y conserva.
En The Grand Budapest Hotel, el héroe que honra y defiende los frutos de la civilización es un modesto maître, un botones que por amor a su oficio llegó a ser el responsable de un sitio de alojamiento pomposo y grandilocuente, celoso de las formas y respetuoso de las jerarquías, un recinto que para fines narrativos es la condensación en tiempo y lugar del largo siglo XIX europeo. La metáfora incorpora así otro contraste: el prestigio del hotel, su fama, su pertenencia a una tradición secular de obsequiosa hospitalidad, tiene a su paladín en un hombre sin linaje, sin orígenes memorables, sin heráldica ni títulos más allá de los que pudieran otorgarle la profunda dedicación a sus tareas cotidianas dentro del lugar, las cuales casi siempre implican la complacencia del otro a costa de su tiempo y su atención.
Primero Gustave H. y después Zero Moustafa se hacen responsables de esta labor de conservación y defensa cultural, caballero andante y escudero que plantan cara a la guerra, la ambición y la crueldad para rescatar algo que quizá, por un momento, se pensaría menos importante que la vida: las obras que satisfacen el espíritu y complacen el intelecto. Por ejemplo, la pintura más hermosa jamás realizada, un cuadro de escasas dimensiones que, como sucedió con las piezas del Louvre ante la inminente invasión de los nazis, es necesario robar y esconder, preservarlo de la rapacidad, procurarle un mejor destino, sin importar que esto acarree el peligro de muerte, de prisión o tortura.
Porque la pintura es bella, pero no sólo eso. También está relacionada sentimentalmente con la vida de Gustave. Una combinación recurrente en los personajes de la película, quienes actúan animados por ambas motivaciones: la estética y la emotiva, como si llegado cierto punto ambas se mezclaran y se confundieran, como si una se expresara por medio de la otra, recíprocamente (identificación que se encuentra en los pastelillos de Agatha: decorados con tanto primor que el guardia de la cárcel se niega a estropearlos en la revisión de rutina). Belleza más piedad, como en la conocida fórmula de Nabokov.
Tal vez nadie más que Wes Anderson hubiera sido capaz de filmar esta historia. Su obsesión por la simetría, por la coloración intensa y en cierta forma alegre (pero también por el cambio súbito hacia los matices sombríos y deprimentes), sus travellings morosos que hacen al espectador observar y aun contemplar el detalle y el ornamento (tan importante en la teoría arquitectónica de Loos), son elementos que acentúan la importancia del sentido estético de la existencia. Y su sentido del humor, negro por momentos, imprevisiblemente oscuro en un mundo de tonos pastel, esa jovialidad estoica de su protagonista que de rasgo de personalidad pasa a ser recurso de supervivencia, nos hace ver la necesidad de lo bello en una realidad que en un instante puede quedar ensombrecida por la muerte de alguien a quien tanto queremos, o por una guerra que se declara un día cualquiera y persiste durante varios años.
La importancia vital que tiene alzar de pronto la vista y encontrarse con un ramo de flores que quizá habíamos notado antes por su fragancia, pero que sólo al mirarlo descubrimos presente, real, como si despertáramos de un sueño proceloso y terrible a una mañana soleada y clara, y nuestros sentidos se sacudieran esa pesadez para recibir los dones de la existencia.
Twitter del autor: @juanpablocahz