Decía Montaigne a propósito de la retórica:
Es un instrumento inventado para manejar y agitar a una turba y a un pueblo desordenado, y es un instrumento que no se emplea más que en los estados enfermos, como la medicina; en aquellos donde el vulgo, donde los ignorantes, donde todos pudieron todo, como el de Atenas, el de Rodas, y el de Roma, y donde las cosas estuvieron en continua tempestad, allí afluyeron los oradores.
Hoy, creemos más en las profecías que en la evidencia de los síntomas, en las promesas que en las demostraciones, en los juramentos que en las obras fehacientes. Cualquiera nos promete un atisbo de cambio, en este mundo nuestro tan descreído ya de toda posibilidad de metamorfosis positiva, y automáticamente se nos hace agua la boca de la esperanza y nos desgarramos el pecho por instituirlo como nuevo mesías. ¿Tan enfermo está el mundo para que cualquier palabra de feria surta el efecto adelantado de un milagroso elixir? ¿Nos vale más el esplendor de la lengua que la indubitable modificación ejercida por las acciones?
“Donde todos pudieron todo… Allí fluyeron los oradores…” He escuchado que el Papa Bergoglio es candidato al premio Nobel de la paz, y eso me hace pensar en Barack Obama, que apenas estrenada su presidencia recibía ese mismo premio por las promesas y la efervescencia desatada en su apoteósico discurso de investidura. Uno no podía dejar de sentir que algo nuevo se avecinaba, que un nuevo Martin Luther King accedía al poder del país más poderoso del mundo, que los males cesarían y que un nuevo orden mundial, auspiciado por el templado juicio de un hombre excepcional, llegaría entre destellos de luz y armonías seráficas. A algunos se les erizaba el vello y otros guardaron el discurso publicado del presidente negro como un baluarte para la oración, como un talismán que garantizaba la nueva parusía. La realidad, sin embargo, nos dejó a todos congelados en una mueca de mendicidad, y al propio presidente con una ácida sensación de frustración que se tradujo rápidamente en una tupida red de canas.
El celebérrimo Bergoglio también ha sabido aprovechar esta coyuntura desencantada y reactivar nuestra adormecida fe a base de gestos y palabras, quizás nuevas por demasiado ancianas. Y siendo como son las cosas, no podemos evitar pensar que de ser en verdad un reformador de la Iglesia, debería guardar bien sus espaldas para evitar el sueño eterno que sorprendió a aquel antecesor suyo, Juan Pablo I, apartado vilmente del cargo a los 33 días mediante el tradicional ágape de la cicuta.
“Que el catolicismo, más aún, que la religión cristiana en su conjunto se halla en plena decadencia es algo que nos demuestra la experiencia diaria: tal y como hoy se presenta, prudente, complaciente, comedido”. Estas palabras de E. M. Cioran refuerzan mi sospecha de que la actitud del nuevo Papa sólo puede significar dos cosas: o bien un honesto esfuerzo hacia la rectificación de todos los errores y tropelías sumadas por la iglesia católica, con todo lo que esto tiene de desmesurado e improbable; o bien que agacha su cabeza servilmente a una no tan nueva masa de descreídos, sumisamente, como un cordero a punto de ser degollado, tratando de publicitar su doctrina bajo el rótulo del colegueo, abdicando estratégicamente de un abuso de poder que sabe debilitado.
Esta última versión me parece las más ajustada a los hechos: ¿Qué otra salida puede tener el cabeza de la iglesia frente a esta legión indomeñable de huérfanos? Conocedor de la realidad contemporánea a su mandato, el Papa sabe que si no juega bien su baza el edificio se desmoronará definitivamente. Atraer a los prosélitos a la palabra de Cristo es entonces ser riguroso con la aplicación de la misma, aunque al hacerlo simplemente se siga un protocolo, una estrategia de político. Modernizar la Iglesia significa en este sentido hacerla retroceder, es decir, que vuelva, aunque sea sólo en la forma, a reconocer en las palabras de su profeta una ley inexorable. Todo gesto simbólico del nuevo Papa sigue esta dirección.
Por nuestra parte, advertidos como estamos contra los oradores, sólo una decisión como la del desenlace de la película Las sandalias del pescador podría confirmar plenamente la veracidad de sus intenciones.