Desde antes de siquiera pisarlo, Bolivia ya me había sorprendido un par de veces. Ninguneado como pocos, es uno de los países más deliciosos del continente, una satisfacción que te envuelve en su diversidad y riqueza. De perfil bajo, hablando suave, rápido y cortito, te sorprende con una facilidad pasmosa y no te deja espacio para el respiro. Unas semanas después, sigo masticando las lecciones que una brevísima y epifánica vida boliviana me ha dejado para siempre.
Crucé caminando la frontera argento-boliviana desde la ciudad de La Quiaca. Al hacerlo se corre el riesgo de ser portador de cara o nacionalidad sospechosa y la discriminación se vuelve moneda de cambio. Aquí, en las fronteras, el juego se hace espeso y las reglas difusas, ambiguas. Pasa de todo. Pasa cualquier cosa.
Mi pasaporte va de mano en mano. Caras, risas, diálogos en aymara o quechua entre los policías migrantes. Las páginas del documento son examinadas exhaustivamente. Aún no hay preguntas. Nuevamente miradas entre los compañeros y más risas. El oficial Mamani (así lo indica la placa en el uniforme sobre su pecho izquierdo) me pide la residencia y me dice lo que ya sé. Está vencida, pase por aquí. Me hacen preguntas inútiles e incómodas. Me miran con cierto desprecio o recelo o rencor o curiosidad, hablan entre ellos. No, no soy argentino, soy mexicano. ¿Y por qué vivía en Argentina? Estudiaba. ¿Y después? Trabajaba. ¿Y ahora? Y ahora… No recuerdo lo que dije, pues no tengo respuesta alguna a esa pregunta, pero de algo los convencí o aburrí y me dejaron seguir.
No me caben dudas, los pasos fronterizos –y las fronteras en sí mismas– son espejismos de la tristeza humana. No existe grieta tan profunda como la que simbolizan las fronteras. Papelito-va-papelito-viene, sello-por-aquí-sello-por-allá. Al final de cuentas, para vivir, nada de lo que ahí sucede tiene sentido.
En ‘bus’ por Bolivia
Una vez del otro lado sólo tenía que llegar a Uyuni, el primer destino. Años atrás había hecho el mismo camino con un amigo, pero las circunstancias eran otras y nos vimos encallar en Villa Pacheco por tiempo indeterminado. Esta vez todo marchaba tranquilamente; el colectivo semivacío avanzaba con cadencia por las curvas de las sierras hasta Tupiza, donde hizo una parada. Ahí, un gentío se lanzó sobre el colectivo. Una gringa –a la que yo le había hurtado el lugar porque mi ventana no cerraba– tenía cara de pánico, de no entender nada y me miraba culpándome. Pasados unos minutos, yo tampoco entendía un carajo y de vez en cuando le devolvía esa mirada.
Cuando reaccioné, rebosaba gente del colectivo. Los asientos antes vacíos estaban con dos o tres personas y había quince o veinte paradas en el pasillo; una señora de unos ochenta años subió al último con bolsos, cajas, amarres y le pidió a una mujer argentina acomodarse un poquito ahí, “ahísito” nomás de donde ella estaba, “para no ir muy de pie”. Cuando la porteña titubeó un poco, la viejita estaba sobre sus piernas, acomodando el tercer bolso bajo sus asientos. El viaje recién había comenzado y faltaban por lo menos seis horas.
Unos minutos más tarde, el colectivo se detuvo en medio de la nada. Detrás de algunos arbustos, un muro a medio caer y árboles solitarios salieron ocho vendedoras canasta al brazo, bolsa en mano, voz en cuello y subieron a costa de todo(s) al colectivo ofreciendo hoja de coca, charque, humita, gelatina, gaseosa, agua, hamburguesas, sándwiches de milanesa, golosinas. Cada una pasó con sus productos hasta el fondo del colectivo, todas hicieron alguna venta, dejaron una mezcolanza de olores y desaparecieron nuevamente en la claridad de la tarde.
El viaje ya era un delirio galopante. La altura nos enfriaba la sangre pues mi antigua ventana no era la única que no cerraba. Desde el primer asiento, Andrés le gritaba al conductor: “¡Chófer, asegurá la ventana, dura está!”, y el chofer sólo contestaba con golpecitos en el cristal. La noche se cerraba sobre la carretera como queriendo cobijarnos, mientras la luna nos miraba desde su cama, sonriendo como gato perezoso detrás de una sábana estrellada.
Al llegar a Uyuni la madrugada nos abrazó con su serenidad. Los cristales ya no estaban escarchados como a mitad de camino, pues el frío nos había dado una ligera tregua y sólo nos dejó los mocos resecos sobre el labio, una humedad que estropea los dedos y el verdadero delirio por delante: penetrar en el sur de Bolivia, recorrer el parque nacional Eduardo Avaroa y perder la cabeza en el salar de Uyuni.
Eduardo “Lalo Lagunas” Avaroa
Al día siguiente nos internamos por caminos insospechados y rutas inexistentes. El único que sabía cómo y por dónde era David, nuestro guía y dueño del auto. Atravesamos distintos valles de roca con paisajes extrañísimos a causa de la transformación de la piedra con el viento, y entre el silencio de las montañas secas llegamos a la Laguna Honda (o Hedionda). La belleza de aquel lugar te atraviesa como agujas la piel en cada poro. La fuerza de aquella acuarela te desnuda el alma. Mirando el sitio, rodeado de silencio, mi llanto se unió con la laguna y debieron sacarme del agua como quien recupera un grano de arena del arenal. Con los pies mojados y desde lo alto de unas rocas, se ven marcas y letras con piedras sobre la arena, mensajes de otros viajeros que quisieron dejar un signo de su andar por el paraíso. Pero pareciera que el hombre, en su afán de dejar huella, destruye a su paso lo que admira pero no comprende.
Esto no pasó en la Laguna Colorada ni en la Laguna Verde, también de belleza utópica y de soledad absoluta, porque éstas ya forman parte de la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa y parece que algo de la propiedad privada se juega en el imaginario de la gente. Sí pasó, en cambio, descubrir detalles sobre un hombre que bautizó, con su muerte, una reserva nacional de la patria que defendió hasta el final de sus días.
Patriota boliviano, héroe de la guerra del Pacífico (1879-1883) en un país que sigue luchando por su salida al mar, Eduardo Avaroa nació un día trece en San Pedro de Atacama. Trabajador incansable, afanoso en su negocio, era un hombre vehemente, de largos bigotes y pequeña barba al centro del mentón. Testimonio de su desbordada pasión es el episodio que vivió previo a la invasión de Chile, cuando Eduardo envía una carta poder a un amigo suyo para que se casara, en su nombre, con Irene Rivero. Finalmente Irene fue madre de cinco hijos: Amalia, Andrónico, Eugenio, Antonia y Eduardo, como el padre de todos ellos.
Para cuando estalló la guerra, Avaroa se encontraba trabajando en una mina de plata en Calama, dentro de la región costera que después perderían a manos de Chile, y fue de los primeros en ofrecerse como voluntario para la defensa. Frente a la invitación que le hicieran de volver con su familia él respondió: “Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo”. El desenlace es por todos conocido y Bolivia mantiene su lucha por ese territorio robado y la justa y anhelada salida al mar. Tristemente Irene y Eduardo no volvieron a verse. El 23 de Marzo de 1879, el temporalmente Coronel Avaroa defendió una causa justa hasta el final de sus días, e incluso con los últimos hilos de voz que le dejó ese agujero de bala en la garganta, gritó ante la orden de rendición del enemigo: “¡Qué se rinda su abuela, carajo!”. Un par de tiros más acabaron con su vida.
Tal vez testigos infranqueables del poder de la palabra, consecuencia de ese grito iracundo de justicia, los géiseres dentro de la reserva que lleva su nombre te remueven las entrañas. Si todavía no se han imaginado un infierno suficientemente temible, aquí pueden encontrar un ejemplo a las seis de la mañana. Este lugar es, sin duda alguna, eco de una voz que desde la tierra sigue advirtiéndonos que en toda lucha por la libertad, la única que puede rendirse, es la abuela del enemigo.
¿Y el horizonte?
Luego de varios días de recorrido, los ojos llegan a doler de tanta maravilla. La adrenalina es una droga poderosa, a no dudarlo. A esta altura se entiende poco y las preguntas son cada vez más numerosas. No sé si fue lo primero que vi o lo último. Tampoco importa. A veces la realidad te azota con el látigo del delirio, “porque parece mentira, pero la verdad nunca se sabe”.
Sorprendido, con la cabeza estallada de tanta maravilla, intentando que no se endurezcan mis pupilas en cada cielo, lago, montaña o paisaje, esa tarde sólo pude gemir ante el asombro de tanta hermosura. El salar de Uyuni, en época de lluvia, se convierte en el espejo más grande del mundo con sus más de doce mil kilómetros cuadrados de manto líquido, a tres mil setecientos metros sobre el nivel del mar.
La impresión que causa el espejo del cielo es apabullante. La perspectiva del mundo es otra con los pies sobre el reflejo del abismo. El azul brillando bajo tus pies, hundido tú en las nubes, es de una fascinación enloquecedora. Como niños, todos jugamos a ser gigantes o enanos en un plano simétrico e interminable. Al fondo, eso que crees que es el horizonte, no es más que un espejismo de tu esencia, una borrosa imagen de lo que serás y lo que has sido. Y cuando la tarde llega, sabes o recuerdas de otras tardes que
“El sol bajaba entonces
al barranco profundo
que debe haber detrás del horizonte,
alargando las sombras
—lentas aguas opacas—
de lo erguido,
dando nuevos colores a las cosas,
como si presintiera
la negra oscuridad vecina,
inevitable, de la noche.”
Pero este sol que miro con ojos delirantes parece estar perdido entre las nubes —las de arriba y las de abajo—, y busca afanoso el barranco profundo tras el horizonte inexistente. Parece mirarse sorprendido bajo el agua e intenta alejarse pero no lo consigue. No le queda más remedio que ser esa hermosa bola de fuego que se consume a sí misma allá lejos, donde uno pone el ojo y se inventa historias fascinantes de un mundo redondo como una pelota que flota en el espacio, que nos permite soñar y vivir y andar y no rendirse, porque el camino sigue bajo nuestros pies y hoy hemos podido caminar un poco por el cielo, siguiendo el sendero de nubes hacia donde nuestro fervor quiera llevarnos.
También de Emilio Gomagu: Crónica Peregrina y Chacarera del Exilio.