Mira en tu derredor: el mundo, ruina.
Sangre y odio la historia. Hambre y destierro.
Aquí desembarcaron...Si en mil años
nada cambió en la tierra, me pregunto:
¿nos iremos también sin hacer nada?
-José Emilio Pacheco
El trágico suicidio de Aaron Swartz en enero de 2013 sacudió a una parte importante de la comunidad digital global. Instituciones, empresas y medios publicaron réquiems, memoriales y anecdotarios, recordando las virtudes de este programador, inventor y hacker bien intencionado de nuestros días, defensor del internet libre y abierto, que al momento de su muerte se encontraba bajo toda la presión del aparato legal del gobierno norteamericano.
A poco más de un año, la estela de la muerte Swartz parece difuminada por el flujo irreversible de información y hechos que nos inundan cada día. Sentimos, quizá con paranoia, que los actos por más grandes o nobles que sean están destinados a pasar desapercibidos en el stream/trajín de nuestro siglo. No hay nada que permanezca por más de unas horas/días. Esta contracción de la curva temporal, asociada con la velocidad con la que accedemos a la información, ha sido ya comentada por autores como Douglas Rushkoff en su libro más reciente Present Shock (Rushkoff, 2013).
Una pérdida más reciente, y tal vez más dolorosa para los mexicanos, fue la muerte de José Emilio Pacheco, prolífico escritor, generoso pensador y crítico infalible de nuestra realidad. Horas después de su muerte, la palabra orfandad apareció por diferentes redes sociales y medios. Pululó, con eco de lamento y abnegación. Es posible que hablar de orfandad intelectual suene impostado y un poco exagerado, pero cuando uno contempla nuestro parnaso y recorre los nombres que hemos perdido, en comparación con los que serán sus herederos intelectuales, se justifica cierta desolación.
Encaro estos dos nombres en apariencia tan lejanos generacional e intelectualmente, para fijar el objetivo de estas líneas: ¿En dónde están los intelectuales en la segunda década del siglo XXI? ¿Qué función cumplen en este 2014? ¿Cuáles son sus luchas?
Para abordar la cuestión es necesario hacer un breve repaso de lo que podemos entender y englobar dentro de la palabra intelectual, sus matices y complejidades. En un contexto urbano contemporáneo nacional, se considera intelectual a aquel que lee o que se recrea cerca de la cultura libresca. En un sentido más estricto (y por ende intelectual), puede ser el caso del pensador-académico, letrado y burgués. Para otros, el intelectual es una figura que vive de sus ideas y que además tiene una función pública. También está aquella de los pensadores combativos, aquellos que en su mayoría se asocian con ideas de izquierda, conocidos en algunos círculos y desde cierta perspectivas, como inteliguentsia.
Albert Camus y Jean Paul Sartre son dos ejemplos de intelectuales o intelectuales públicos (para los anglosajones) que se citan a menudo. El primero por su lucha en contra del totalitarismo, cuajada en organizaciones como Sindicalismo Revolucionario o el Comité Francés por la Federación Europea; el segundo por su lucha constante a favor de la libertad humana y formar diversos grupos de resistencia como Socialismo y Libertad, o militar en varios a partidos y escuelas derivadas del marxismo. Vaclac Hlavec, Bertol Bretch, Michael Foucault, Louis Ferdinand Céline, son algunos otros nombres que suenan cuando se habla de los intelectuales del siglo XX. Todos ellos jugaron una posición más o menos activa, no sólo con exploraciones literarias sino con agendas personales o políticas, sin importar que algunas de ellas nos resulten despreciables hoy en día, (el mismo Céline, o el fascismo de Ezra Pound, por ejemplo). En todo caso, hablamos de pensadores y actores. Hombres que se asumían con una posición dentro de la sociedad.
En muchos casos el intelectual se opone al Estado o es crítico del mismo. En México, como todo, las líneas son delgadas, es complicado establecer divisiones tajantes y la ambigüedad es permanente. Por un lado se hallan intelectuales de la primera mitad del siglo XX, como Alfonso Reyes, completamente asimilado al estado y sus labores. Por otro, está Octavio Paz, a veces crítico y distante y que después, poco a poco, se fue asimilando (muchos no le perdonarán nunca su relación con Televisa, brazo de comunicación pública del estado mexicano), hasta formar, en mayor o menor medida, parte del status quo.
Sin entrar en definiciones marcadas por ideologías o temporalidades[1], podríamos, para nuestros fines, definir al intelectual como aquel hombre/mujer de ideas capaz de sortear/saltar su ego, con fines un poco más grandes que su obra y su fama pública. Un pensador que combina tres virtudes: inteligencia, compromiso y empuje. Un sense maker, capaz de dar sentido y actuar conforme a él. Un faro crítico ante y para la sociedad.
Así, aunque encontramos algunos ejemplos desde la izquierda como Noam Chomsky o Slavoj Zizek, o algunos otro nombres que aparecen desde el activismo y mucho más desde el periodismo (disciplina donde algunos encuentran ahora a los intelectuales del siglo XXI (Mills, 1959)), pareciera que el intelectual público, como lo conocíamos, ha ido menguando en su presencia social.
La muerte de Pacheco agudiza la sensación entre nosotros los mexicanos de que la inteligencia pública se ha agazapado. Ya la muerte de las grandes ideologías y narrativas se anuncia desde hace años, pero en nuestros días, se hace sentir con más peso. Habrá centenar de razones y factores a los que atribuir esta contracción de pensadores capaces de transformar la realidad. Desmenuzar a profundidad estos factores no es la prioridad de estas líneas, pero sin duda el debilitamiento ideológico de los movimiento de izquierda, los cambios geopolíticos de las últimas décadas, y en gran medida el advenimiento de la World Wide Web, pueden ser atribuidos como causas posibles.
El intercambio irrestricto de conocimiento, la distribución del pensamiento, el reconocimiento de los otros, la democratización del arte, y principalmente de la comunicación, el nacimiento del productor/consumidor de información (prosumer) característicos de la red, hacen difícil que un sólo intelectual se distinga en el voluminoso caudal: la polifonía es tanta, (cada mente es un mundo, la inteligencia colectiva aplana) que se vuelve difícil concebir la singularidad.
Al mismo tiempo, con la red se abre un nuevo campo de juego, al entrar en esta frenética transformación de la cultura global, algunos de los intelectuales de la vieja guardia se ven desplazados, o se mantienen en sus trincheras tradicionales. No se entienda que por mantenerse en trincheras tradicionales de pluma y lápiz, abogando sobre temas necesarios y urgentes que arrastramos desde por lo menos el siglo XX, sean innecesarios o irrelevantes. No, sin embargo, en esta polifonía y campo de lucha mutante y vertiginoso aparecen nuevas necesidades, nuevos pensadores con compromiso y bríos, que buscan velar por otro tipo de intereses, quizá más relevantes en la escala local e inmediata de los ciudadanos del siglo XXI.
Richard Stallman, Lawrence Lessig, Peter Sunde son sólo algunos nombres que han jugado un papel importante en luchas características del siglo XXI. Son ellos los que para nuevas generaciones podrían representan el valor del intelectual que para generaciones anteriores representaron Camus, Sartre o Brecht.
Aaron Swartz fue un hombre que a sus escasos 21 años no sólo programaba software sino que era un prolífico comentarista desde su blog, y un ávido lector: “He read more fiction as an 18-year-old computer genius than I read [now] as a creative writing grad student,” remembers Kat Lewin, one of Swartz’s dorm-mates.”[2] (Peters, 2013) [Trad.: "Él leyó más ficción siendo un genio de la computadora a los 18 años, de la que leo yo, ahora, como un estudiante de escritura creativa".]
Más allá de la pérdida de un hombre genial de apenas 26 años, su suicidio nos obliga a pensar en el nacimiento (y muerte) de los nuevos líderes intelectuales de nuestro tiempo. El suicidio de Swartz, por las razones que se quiera especular, se puede entender como un acto simbólico, revolucionario, profundamente elocuente del que ningún intelectual (así, de esos característicos en el siglo XX) ha sido capaz, al menos en nuestra generación.
En algunas entradas de su blog y en comentarios públicos, Swartz reconocía que el mundo de la computación le parecía limitado: “When I look at programming books, I am more tempted to mock them than to read them. When I go to programmer conferences, I’d rather skip out and talk politics than programming. And writing code, although it can be enjoyable, is hardly something I want to spend my life doing.” (Peters, 2013) [Trad.: Cuando veo los libros de programación, estoy más tentado a burlarme de ellos que a leerlos. Cuando voy a conferencias de programadores, prefiero salirme y hablar de política que de programación. Y escribir códigos, aunque puede ser disfrutable, es algo a lo que difícilmente quisiera dedicar mi tiempo completo".]
Sus aspiraciones eran más altas que granjearse la fama en un círculo laboral o hacer su primer millón de dólares antes de los treinta; reconocía precozmente que su capacidad crítica podía tener mayor alcance que la de ser un maquilador o un tycoon. Hay en él una pulsión más grande que trasciende su propio ego: “The other night, when asked me why I switched from computer science to sociology, I said it was because Computer Science was hard and I wasn’t really good at it, which really isn’t true at all. The real reason is because I want to save the world.” (Peters, 2013) [Trad.: "La otra noche, cuando me preguntaron por qué había pasado de la ciencia de la computación a la sociología, dije que fue porque la ciencia de la computación era difícil y yo en realidad no era muy bueno en ella, lo que no es completamente cierto. La verdadera razón es porque quiero salvar al mundo".]
**Espera la segunda parte**
[1] Por lo general, los intelectuales son hombres, blancos y con ciertos privilegios económicos y educativos, lo cual hace sospechar a muchos.
[2] Dato curioso: en su lista de libros que Swartz leyó en el 2011 se encuentra el libro La historia de los colores del Subcomandante Marcos. ¿cuántos startuperos sabrán siquiera quién es el Subcomandante?