"Hanna Arendt" o la banalidad del cine

Lo peor de un biopic sobre un filósofo es que se pretenda reflejar la condición del mismo, la profundidad de su pensamiento y lo remoto y oscuro de sus reflexiones mediante el exiguo recurso de representarlo constantemente bajo la tenue cortina del humo de su cigarrillo. Hanna Arendt, de Margarethe Von Trotta, cumple con todos los requisitos para ser una película vulgar sobre una persona y una situación extraordinarias.

Que el cine a estas alturas no pueda hacerse cargo de la interioridad de un gran pensador, poniendo al servicio del filme los recursos propios y específicos del medio para significar e indagar en una mente profusa y lúcida como la de Arendt, me parece sospechoso. Me molesta, además, ser testigo de cómo un material tan rico como las grabaciones del proceso contra Adolf Eichmann es utilizado con el único sentido de reforzar una narración que raya en lo indolente.

En manos de un director menos ejecutante y más creador, estas mismas imágenes hubieran servido como perfecto artefacto desde el que proyectar todo el terror, la culpa y la deriva moral de un mundo sacudido por la experiencia atroz del holocausto nazi. Con sólo utilizar el silencio del plano sostenido sobre la cabina destinada a proteger al “doctor muerte”, la profundidad del filme se hubiera densificado notablemente. Pena que en el status quo del  cine comercial —y este filme lo es—  no sean admitidos este tipo de ejercicios confinados al minoritario y cada vez menos original cine de autor (leo con sorpresa que esta película es calificada en dicho rango).

Debería molestarnos, como espectadores inteligentes y preparados que somos, que constantemente la película trate de regalarnos pequeñas sonrisas, que reiteradamente trate de encandilarnos con motivos propios de la comedia romántica para tenernos entretenidos y facilitar “amablemente” que soportemos la gravedad del tema central. El espectador debe reclamar su mayoría de edad.

Que el tema del holocausto y sus víctimas sea tratado desde una plástica de brillo y  colorete, y que a lo máximo que se pueda llegar en el acercamiento al pensamiento y vida de un filosofo sea a introducir una música paternalista en el momento de su crucial inspiración —hecho lamentablemente falso y que contribuye de nuevo a falsificar el verdadero acto creativo, reduciéndolo a una mirada y una música de suspense— me parece lamentable.

Forma y contenido parecen haberse distanciado definitivamente en el cine comercial. Nos cuentan historias, nos convencen con personajes teatrales y profusión de palabras, pero la historia de la cinematografía sigue estancada, paralizada en las mismas formas que la vieron nacer, o aún peor, en formas esclerotizadas que no hacen honor a la gallardía experimental que demostraron sus primeros artífices. A nadie parece interesarle ya el hecho de que las imágenes puedan hablar por sí mismas, y de que el cinematógrafo pueda ser un arte autónomo capaz de elevar un tema como el aquí tratado a la misma categoría que el pensamiento de su protagonista. La banalidad del cine está servida.

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