Se levantó aquella mañana como si fuese otra más, como si fuese la misma. Como si fuese la misma, se miró al espejo, orinó, se puso la camisa raída que usaba de entrecasa y salió de la habitación donde su esposa aún dormía, también como si fuese la misma. La de siempre. Otra mañana más.
Desayunó algo, sin ganas. Un café con unas gotas de leche, tibio. Se sentó y lo sorbió de a poco, otra vez. Mientras, de un lado el periódico y del otro una laptop, raída también. Miraba las noticias con aquel interés de siempre, buscando otra vez vaya uno a saber qué. Estaba en hora. La casa está en silencio. La calle, ya no. Es lunes. Otro lunes.
Acabó su ritual y prosiguió con el siguiente, dentro del baño. Defecar sin apuro y pasar sin solución de continuidad a la regadera. Un baño tibio y rápido. Como siempre. Secarse, afeitarse, lavarse los dientes y esas cosas de todos los días. Rituales de una vida rutinaria. Forma. Presunta vida.
Se vistió sin elegir su ropa. Besó desinteresadamente a su mujer que estaba aún en la cama, remoloneando. Ella no le devolvió el beso. Cogió su maletín, las llaves de su auto, el celular y alguna otra cosa de su uniforme diario, y salió. 7:48. En hora.
Manejó con seguridad hasta su oficina, por la misma vía de siempre, con el mismo tránsito de siempre. No usó Wase; no busca opciones. Sonó la radio en el trayecto; parecía oírla. Llegó, entró, sonrió como siempre y realizó su trabajo matinal. Sin incidencias, un día normal. Bromeó con alguno que otro y con alguna que otra. Habló por teléfono. Revisó mails, Facebook, Twitter y buzón de mensajes. Evacuó. Asistió a una reunión que no convocó y se mantuvo en silencio en ella. No era para que hablara.
Salió a almorzar, otra vez, como si fuese el mismo. De la acera a la derecha, en la secuencia.
Pero esta vez no fue adonde iba siempre. Esta vez giró inesperadamente en la primera esquina, aceleró su paso, miró asustadizo hacia atrás, correteó y entró en una obra en construcción, abandonada. Cerró la puerta de lata. Sacó un revolver de la sisa; se voló la sien de un disparo.
También podría contar la misma historia diciendo que salió a almorzar, otra vez, como si fuese el mismo. De la acera a la derecha, otra vez. Y que al llegar a la esquina, sin que nada nuevo ocurriera, al querer cruzar la calle con un apuro injustificado, lo sorprendió un carro apurado, que lo impactó en la cintura y lo despidió diez metros al frente, hasta dar la cabeza contra el asfalto caliente. Murió en el acto.
Es la misma historia. La historia de una rutina vacía abrupta y definitivamente interrumpida de golpe y sin previsión o aparente previsión. Un muro en el frente que nadie parece ver. Un golpe en seco. Un quiebre. Una rutina que ya no se sabe por qué. Un conjunto sincronizado y preciso de rituales que llevan a ninguna parte. Un automatismo de lo mismo. Una tragedia sin preámbulo. Un sinsentido que hace más patético el final. Un no pelear. Una crack que no da ni pena, solo conmoción.
Una historia insípida. Una cadena de actos vacíos que le inyectan patetismo a la muerte. No hay heroísmo ninguno. Ni a su mujer ama, ni a su mujer deja. Agobiado, se repite y se hunde. Hueco, continua sonriendo para quién sabe quién y para quién sabe qué. Bobo, se muere. Bobo, se repite y acaba muriendo. Embobado ya no sabe para qué. Bobo ya no puede ni abandonar su cáscara seca.
Así como estaba él estamos nosotros. Viviendo un preámbulo que nadie parece imaginar, pero que en cualquier caso será desolador para todos. La intención o el destino (si no son lo mismo) nos llevan para allá inexorablemente y nosotros repetimos rituales acabados como si fuera lo mismo. Damos clase, tomamos lección, evaluamos, fumamos en el recreo, conversamos de otras cosas, nos desconectamos de las discusiones profundas, cantamos los himnos nacionales, recibimos a los niños, a los padres, sonreímos, nos acicalamos, tomamos vacaciones más largas, discutimos cosas menores con fuerza mayor, boicoteamos sin querer, rezamos cada día, limpiamos mocos, sudor y sangre –de vez en cuando-. Controlamos…. Avanzamos, como siempre. Vamos para allá.
No percibimos que para allá queda la muerte y perdemos cada mañana la gran oportunidad de amarnos distinto, de hacerlo de otra manera, de empezar de nuevo, de ser mejores. Maldita rutina que me lleva al suicidio.
Quisiera por todos los medios que nos diera pánico no haberlo intentando. Quisiera que nos deje de justificar el no hacerlo. Quisiera que nos conmoviera, alguna vez, como si fuese próxima, alguna historia dramática de lo que nos está por suceder. Quisiera que el horror que nos empuje a la acción nueva no sea nuestro propio horror.
Twitter del autor: @dobertipablo