El Inversor: Está lleno de trampas

Más buceo en las escuelas y más me encuentro con la evidencia de que ellas hoy son una maquinaria muy compleja, con —en muchos casos— alto nivel de sofisticación y detalle en sus planificaciones y toma de decisión, con equipos grandes y organizados de gente, con una cantidad inmensa de “saberes” embutidos, con kilos de conceptos y preconceptos en la cartera… son una maquinaria grande y muy compleja —decía— , pero que ya no sirve. No sirve como colectivo; no sirve como resultado.

La escuela está para el museo. Su valor histórico es indudable. Su sofisticación, también. No es un colectivo desintegrado e ignorante, para nada. Al contrario, en más de un terreno, es demasiado erudito. La escuela está saturada de su propia experiencia. Se retroalimenta de más de lo mismo siempre. Se refuerza, deberíamos decir. Se protege.

Está para el respeto, pero no para la continuidad. No la queremos transformar por indigna, sino por obsoleta. Ya no sirve para lo que se busca. Como el fax. ¿Alguien podría convencernos de que el fax, o la impresora de punto (o el telégrafo), son aparatos indignos, simples, mal resueltos o toscos? No. No lo son. Son máquinas parecidas a la escuela, encomiables y pasadas de época; no fallan en sí, fallan por contexto. Están desfasadas. Como el sistema planetario ptolemaico. Como la física aristotélica. Fueron geniales; duraron y se alimentaron durante cientos o miles de años, pero ya no nos sirven. Son fantásticos; complejos y sofisticados; hechos de una arquitectura conceptual muy desarrollada… pero ya no hacen click. Se montaron sobre un paradigma que pasó de hora. A eso me refiero con lo del museo. Corresponden a los libros de historia de la ciencia, no de la ciencia. Merecen respeto y admiración, pero no repetición. Su pertinencia histórica está quebrada. Están fuera.

Como el sistema feudal; como el capitalismo depredador; como la tuberculosis; como la esclavitud; como el voto calificado; como las vacunas que duelen, los dolores de muelas, las desviaciones sexuales, las muertes por cólera, las monarquías y un montón de otras construcciones sociales perimidas, lo sepan o no, sobrevivan o no.

La escuela de hoy debería estar recogida en los libros de historia de la educación, no de modelos educativos.

Por eso, cuando hablamos de la transformación de la escuela hablamos de su contexto de desenvolvimiento. No discutimos ni queremos discutir su lógica interna ni meternos en su trama. Ahí uno se pierde y pierde perspectiva. Desde el detalle no se ve el marco. Desde la microdiscusión del epiciclo no se recordaba que la tesis-marco era el geocentrismo ptolemaico. Desde la planificación de álgebra del segundo año de bachillerato no se ve qué modelo de escuela estamos trabajando. El paradigma se hace tácito en la hipersofisticación del debate (que es microdetallamiento del debate). Y tácito quiere decir pétreo, porque su debate está cerrado. Ya nadie discute en la escuela qué es enseñar y qué aprender.

La escuela está obcecadamente hipotecada en su sofisticado trabajo. Y sofisticado quiere decir difícil, y difícil parece hacerlo importante, e importante, verdadero y atinado… Y se cobran altos peajes para entrar en él. Es lógico, la corporación se preserva. Abre ventanas de entrada —si las abre— por los microdebates de décimo nivel de detalle, para que si alguien “extranjero” quisiera ingresar, ingrese cansado, abatido, temeroso, dormido, apabullado, obligado a especializarse. Como las democracias parlamentarias, que discuten los planes sociales remediales y asistencialistas del siguiente semestre, pero no la estructura social vigente y su injusticia social básica que define aquella sociedad.

Entrar para transformar supone abrir un debate ausente y desprestigiado, que es el debate sobre las bases generales. Ausente porque el debate se ha “especializado”, es decir, se ha fragmentado y microsofisticado y aparece como poco preciso y falto de cientificidad querer discutir las premisas, el paradigma que define y reparte sentido y valor a aquel universo. Y desprestigiado porque querer hablar de los grandes temas no tiene quorum; porque el pensador generalista se ha vuelto un pasatiempo, no una herramienta de trabajo; un toque de color. Los grandes teóricos de las matrices conceptuales se han vuelto perfectos para el sábado en la noche, o imprescindibles como libro de cabecera en los veraneos. Se los ha corrido a las periferias. Se los ha confinado. Se les paga y se les encierra.

Nadie quiere discutir si los cimientos conceptuales que sostienen esta o aquella labor social valen o no valen la pena, tienen o carecen de sentido. Nadie quiere y eso es lo que debemos hacer.

Las tecnocracias eficientes han impuestos sus agendas y han volcado un mar de dinero para conferirles prestigio. Las especializaciones son el camino —nos dicen. Ya nadie es bueno porque es general. Lo bueno debe ser preciso, riguroso como lo son los detalles y las especializaciones… Claro, pero se olvidan que de pronto, en las narices, Google (que nacía como portal específico para cosas específicas y para usuarios específicos) se nos impone en todo y por todos los lados, como matriz general, y nos redefine a todos desde la base y en lo más general. Lo mismo que Facebook, que Amazon, que Apple y que tantas otras cosas.

Esa tensión entre el valor de lo general y el prestigio de lo específico define y enmarca la labor política de transformar la escuela. No puedo obviarla. No quiero obviarla. 

Twitter del autor: @dobertipablo

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