J. D. Salinger tiene fama de ser uno de los escritores más enigmáticos en la historia de la literatura. Su introversión es legendaria, lo mismo que su reticencia a publicar. Toda proporción guardada, el caso del escritor estadounidense es un tanto parecido al del mexicano Juan Rulfo, quien luego de dar a la imprenta un par de libros —los bien conocidos El llano en llamas y Pedro Páramo, en 1953 y 1955, respectivamente— jamás publicó por el resto de su vida, a pesar de la insistencia tanto de editores como de colegas escritores y aun del público lector, quienes echaban en falta otra muestra del genio y el talento del jalisciense. Sin embargo, como escribe Augusto Monterroso en la “fábula” inspirada en esta decisión de Rulfo, el zorro fue más sabio y no cedió al deseo de sus detractores secretos.
En el caso de Salinger ese ocultamiento voluntario obedece a causas no del todo aclaradas aunque, por otro lado, tampoco muy importantes. En efecto: ¿por qué tendría que interesarnos la vida de un escritor cuando ahí está su obra? ¿Qué nos importa su misantropía cuando ahí está, por ejemplo, El guardián entre el centeno?
Recientemente, con motivo del 95° aniversario de su nacimiento, el pasado 1° de enero el sitio The Huffington Post publicó una nota sobre 5 cosas que esta emblemática novela nos puede enseñar sobre la vida, lo cual podría parecer poco factible por la tendencia que existe a considerar El guardián… un relato propio para la adolescencia, una suerte de Bildungsroman o novela de formación que, por la situación en que se encuentra su protagonista ―un joven que inesperadamente tiene que abandonar la infancia para adentrarse en el mundo de las responsabilidades―, parece adecuada sólo para aquellos que comparten esa circunstancia de vida, que tienen más o menos la misma edad y viven más o menos en el mismo entorno.
Sin embargo, como sucede con las grandes obras literarias o artísticas en general, la coyuntura se trasciende en favor de los grandes asuntos de la naturaleza humana. Del mismo modo que la biografía de un artista debe tener un lugar secundario al momento de enfrentarnos con su obra, así también puede decirse que con la obra en sí, hay un punto en el que poco o nada importa que nos hable de una sociedad aristocrática de inicios del siglo XX o de un enamoramiento frustrado en la Alemania del siglo XVIII si, a fin de cuentas, aquello que consigna, aquello que se conserva a través de los años y las geografías, es un intento de respuesta ante las interrogantes que todas las personas, en todas las latitudes, en todas las épocas, en algún momento se hacen, aquellas concernientes al enigma del amor, el dolor de la soledad, la impotencia de crecer y envejecer y estar siempre ante el abismo de lo desconocido que nos espera y más, mucho más.
Así con El guardián entre el centeno. Porque aquello que puede descubrirse entre sus páginas no es exclusivo de un adolescente de clase media en los suburbios estadounidenses de los '50. Eso es accidental. Pero quizá no lo que al final permanece.
1. No estás solo en tus frustraciones
Una de las emociones más presente en El guardián… es la frustración. Su protagonista parece desear más de lo que puede conseguir y, en este desequilibrio, la frustración surge. Con todo, este sentimiento podría ser más común de lo que se cree y, de cierto modo, generar un tipo de lazo con otros.
Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado y hasta asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.
2. Las convenciones sociales a veces son útiles
Holden es huraño y, entre otros rasgos, desconfía de las formas sociales, a las cuales, como tantos de nosotros, asocia con la hipocresía y la banalidad. Sólo que, después de todo, esas convenciones tienen su razón de existencia y en más de una ocasión pueden ser útiles, por más que nos desagrade ponerlas en nuestra boca.
El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas.
3. La literatura puede sacarte de donde estás
A pesar de todo, Holden es un gran lector. Probablemente no tenga buenas calificaciones y su relación con las escuelas y la autoridad es, por decirlo de alguna manera, accidentada, pero su amor por la literatura lo distingue y, lo que es aún más notable, le permite no evadirse de su realidad, sino considerar su realidad desde otros puntos de vista ―lo cual es una de las grandes ganancias de tener la literatura como un hábito.
Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos.
4. Crecer conlleva el desafío de convertir las frustraciones en otra cosa
Probablemente el verdadero reto de vivir sea eso que en el psicoanálisis lacaniano se conoce como el “pasar a otra cosa”, hacer de la vida un continuo aprendizaje en el que tanto las alegrías como los momentos de dolor (y todo lo que se encuentra en ese amplio arco emocional) son la materia prima con la que eventualmente transformamos nuestra existencia.
—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un psicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que... ¿Me sigues?
—Sí, claro que sí.
—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella.»
5. Encontrar la belleza es difícil y, todavía más, conservarla.
Es posible que el sentido de la vida sea esencialmente estético, que vivir vale la pena cuando descubrimos, en un momento epifánico, de iluminación fugaz, que la vida es sencillamente hermosa. Pero alcanzar este conocimiento y, además, sostenerlo como una cantante sostiene una nota, es, paradójicamente, no tan sencillo ―aunque no imposible.
Pero lo que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.
Para finalizar compartimos una digitalización en PDF de la novela, que es de donde hemos tomado las citas.