En efecto, hubo negros en México. Incluso en algunos periodos su presencia, al menos en la ciudad de México, superó con creces a la población europea. Llegaron junto con los españoles, en calidad de esclavos o criados. Fueron traídos de Guinea, Congo, Angola o de Sevilla. Los españoles fomentaron con éxito las diferencias y rencillas entre negros e indios para evitar una alianza que potencialmente llevara a una revuelta.
Efectivamente, al concluir la Conquista, los indios fueron separados de los españoles en parte para evitar que se contaminaran de los vicios de los europeos, pero también por temor a una rebelión. Debían vivir en sus pueblos a las afueras de la ciudad. Por su parte, los negros tenían prohibido vivir en los pueblos de indios, así que lo hacían en las casas de los españoles. Los hombres eran cocheros, criados, mayorales; las mujeres negras, nanas, nodrizas, cocineras, parteras o lavanderas.
La esclavitud en el mundo existe desde tiempos muy remotos y, lo sabemos, es un sistema cuyos planteamientos son, a nuestros ojos, injustificables (aun a pesar de que hoy siga existiendo “clandestinamente”). Lo que pocos conocen son las condiciones en las que el fenómeno de la esclavitud se desarrolló en nuestro país, condiciones que fueron muy distintas a las que padecieron los descendientes de africanos en Estados Unidos. Por ejemplo, los latigazos y golpes a los esclavos estaban permitidos, pero también estaba autorizado golpear a la esposa o hijos para corregir sus faltas, es decir, los golpes eran frecuentes en el mundo novohispano, sin ser exclusivos de la interacción con los esclavos. Pese a los casos de maltrato y sevicia por parte de amos crueles, el esclavo era, a fin de cuentas, una “inversión” bastante costosa que era preferible cuidar, un “bien” que podía comprarse, venderse, incluso alquilarse, aunque la ley prohibía separar a los cónyuges o a las madres de sus hijos pequeños.
Buena parte de los esclavos que llegaron a Nueva España fueron destinados al servicio doméstico. También encontramos a los traídos para trabajar en los cañaverales o en las minas (no en las profundidades, pues no resistían los cambios bruscos de temperatura).
Los negros y mulatos eran considerados soberbios, violentos y rebeldes, en contraste con los indios, que las autoridades virreinales juzgaron dóciles y pacíficos. Se les encontraba constantemente envueltos en riñas callejeras con cuchillo en mano y jugando dados o naipes mientras esperaban a sus amos. Las autoridades se quejaban de no poder castigarlos porque sus patrones los protegían. Las mujeres negras fueron las nanas de los niños españoles, las recaderas de amores secretos, las “tapaderas” o, incluso, la causa de conflictos bastante frecuente entre una esposa celosa y un marido antojadizo.
¿Por qué entonces no hay rastros “visibles” de los negros en México? Porque se mezclaron. A diferencia de lo que pasó en el vecino país del norte donde los negros eran separados de los blancos, aquí, a pesar de las prohibiciones de cohabitar, estas relaciones cotidianas fueron permitiendo que tanto negros como indios y españoles se mezclaran. Así, los mexicanos somos el resultado de esa dinámica: un país mestizo con raíces indias, españolas y africanas. No hay que ir hasta la Costa Chica para encontrar esos resabios. Están también presentes en el español que hablamos. En las palabras que utilizamos cotidiana e irreflexivamente: “nana”, “nene”, “mucama” y “chingar”, que son vocablos de origen africano.
Referencias: Ursula Camba Ludlow. Imaginarios ambiguos, realidades contradictorias, conductas y representaciones de los negros y mulatos novohispanos, siglos XVI-XVII, Centro de Estudios Históricos-El Colegio de México, 2008.
Twitter de la autora: @ursulacamba
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