África, hace aproximadamente ciento sesenta mil años. Bajo el arduo sol de la estepa se manifiesta un acontecimiento que cambiará por completo la historia del planeta (por lo menos durante la era geológica presente): la aparición de los primeros Homo sapiens. Desde entonces, todos los herederos de los genes de esos abuelos universales de la humanidad integramos un árbol genealógico compartido. La noción imperante es que pertenecemos a un linaje evolutivo continuo que, hasta el día de hoy, no ha rebasado el pulgar oponible, la locomoción erguida y el uso de leguaje simbólico complejo.
¿Pero realmente aún somos miembros de la misma especie de homínidos que abandonaron África para poblar el mundo? ¿No se ha suscitado un cambio perceptible que nos diferencie de aquellos humanos primigenios para los cuales una calculadora sería inconcebible? ¿Será acaso que la ruptura tecnológica que nos separa de los protagonistas de La Guerra del Fuego podría justificar una alteración de la clasificación biológica con la que nos autodenominamos?
Quizás sea ya tiempo de echar más leña a la hoguera científica y modificar nuestra filogenia de los llamados simios superiores. Después de todo, la taxonomía es una disciplina que tiene como fundamento aceptar el cambio; así es que no tenemos porque ser conservadores, sacudamos el paradigma anquilosado de la evolución humana y replantemos, de una vez por todas, la identidad de nuestra especie.
La manera más popular para definir una especie es: “un grupo de organismos que bajo condiciones naturales se reproducen entre si y producen descendencia fértil”. Este concepto, acuñado por Dobzhansky y Mayr, es el que goza actualmente de mayor consenso. Sin embargo, para el naturalista versado, no será difícil detectar que dicha definición resulta inoperante para comprender a una buena fracción de los habitantes del planeta. Casos de organismos que se le escapan hay muchos, por ejemplo, los híbridos de las plantas, los seres poseedores de los secretos de la partenogénesis y ni que decir del amplio espectro viviente donde domina la reproducción asexual. Pero no nos detendremos a discutirlos, eso es material para otro ensayo, conformémonos con recalcar el punto de que la demarcación de conjuntos discretos de seres vivos no es una tarea tan fácil como lo pondría sugerir el sentido común y recordemos que la verdad es que las especies no existen como tales; finalmente no son más que grupos artificiales que utilizamos para elaborar clasificaciones subjetivas desde nuestra limitada concepción primate del mundo natural. Tampoco es que haya mucho que podamos hacer por evitarlo, la biología, como todas las demás ciencias, siempre estará permeada por nuestra imposibilidad de escape de nosotros mismos.
Pero no seamos tan estrictos y juguemos por un momento a la sistemática; a fin de cuentas, el hecho de que las especies respondan al carácter de conjuntos interpretativos inventados, no implica por fuerza que fallen completamente a reflejar algo importante del mundo que nos rodea.
Dado que el humano es un mono que nombra las cosas en múltiples idiomas, para ser capaces de proponer un nuevo nombre para la especie, será necesario primero definir un lenguaje particular. Desde que Carlos Linneo, padre de la sistemática, sentará las bases unificadoras para nombrar a los distintos grupos de individuos, el nombre científico cobró la responsabilidad de fungir como título internacional de la identidad biológica. En su aclamado Systema Naturae, el dedicado botánico sueco propuso que las especies fueran bautizadas bajo un sistema binominal, en el cual el primer término se refiere al género del organismo y el segundo hace alusión a alguna particularidad que lo destaque (como si se tratara del nombre de una persona donde el apellido se escribe primero y el nombre propio responde a una finalidad descriptiva). La convención es que esta tarjeta de presentación orgánica debe ser escriba en latín con una tipografía distinta al resto del texto (generalmente letra cursiva). Así, el cocodrilo del Nilo es denominado como Crocodylus niloticus, el champiñón blanco como Agaricus bisporus y la amapola, de donde se extrae el opio, como Papaver somniferum. En el caso de especies sumamente emparentadas existe la posibilidad de incluir un tercer término. El lobo, por ejemplo, es denominado como Canis lupus y los muy cercanos perros domésticos como Canis lupus familiaris.
Tras este breve repaso académico, volvamos al tema que nos atañe. Aunque es cierto que en términos morfológicos no nos diferenciamos rotundamente de nuestros antepasados inmediatos, es innegable que bajo un enfoque de comportamiento pertenecemos a un grupo completamente distinto. Nada tiene que ver la vida cotidiana de nuestros ancestros cazadores-recolectores con el actual día a día promedio plagado de computadoras, coches, transgénicos y centros comerciales.
Es sabido que la etología particular de un grupo de individuos es fundamental para generar el aislamiento reproductivo que tanto auge tiene entre los taxónomos a la hora de diferenciar especies. Con respecto a esto, podemos preguntarnos que tan compatibles serían los extremos históricos que integran al Homo sapiens. ¿Realmente existiría atracción sexual entre un Godines de la del Valle y una mujer paleolítica? ¿Suponemos que un cazador de mamuts del estrecho de Bering encontraría a una señora gorda prediabética como pareja digna para producir descendencia? ¿Qué tanto comparten los humanos tempranos para los cuales el dominio del fuego era una novedad, con su congéneres modernos que guisan la cena en horno de microondas?
Hace mucho tiempo que abandonamos las presiones selectivas que nos separaron del Homo cromañón y que posteriormente nos brindaron con la capacidad de acabar con nuestros competidores más cercanos: los Neandertales, Floresiensis y Denisovans. Las innovaciones evolutivas del tipo lenguaje simbólico complejo, dominio de la agricultura y división del trabajo parecen hoy obsoletas para definirnos como grupo, pues hace rato que rebasamos el momento en que esto implicaba una ventaja decisiva contra conjuntos homólogos. Actualmente nuestras aportaciones como especie responden a otro carácter: el tecnológico. Desde que comenzamos la carrera técnica-mecánica-científica nos precipitamos por el espacio-tiempo trepidantemente, alcanzando un grado de desarrollo no compartido con ningún otro ser vivo.
¿Cuál fue el factor determinante de esta explosión adaptativa? ¿Qué aspecto fundamental nos abrió el abanico de posibilidades? Podríamos afirmar que en gran medida el éxito y a la vez yugo actual de nuestra especie subyace en la condición de poder burlar a la muerte. Es innegable que la humanidad cambió drásticamente a partir de que aumentamos el repertorio de herramientas para nuestra supervivencia. No hay duda alguna: la llegada de la medicina marcó un evento que transformó profundamente las reglas del juego evolutivo.
Los humanos contemporáneos, entiéndase por esto de un par de miles de años para atrás hasta el momento presente, figuramos como los únicos entes conocidos que sanan sus afecciones fisiológicas y mentales por medio de sustancias externas. Arreglamos desperfectos congénitos, combatimos invasiones patológicas y nos reproducimos prácticamente todos los miembros de la estirpe. Ya sea por medio de plantas, fármacos, drogas o puro y rudimentario efecto placebo, hemos perfeccionado la virtud de la curación a tal grado que alteramos los patrones naturales y sobrepoblamos el planeta. No es precisamente que hayamos escapado totalmente del ciclo mortuorio, pero sí conseguimos estirar sus límites hasta grados inverosímiles. Sobrevivimos a casi todo, con la condición de ingerir unas cuantas píldoras cotidianamente, doblamos la edad alcanzada por la generación anterior. En unos cuantos siglos la expectativa de vida media pasó de treinta y cinco años, a cerca de ochenta. La fuente de la eterna juventud no figura ya como un misterio, desde hace varias décadas se encuentra contenida en los anaqueles de la farmacia.
Podríamos proponer entonces que el nuevo nombre científico para nuestra especie sea: Homo sapiens farmakon. Porque si bien es la tecnología la que nos ha proyectado desenfrenadamente como grupo taxonómico, es la medicina la que nos ha otorgado la capacidad de evadir el sistema darwiniano de selección natural.
Quizás pueda parecer algo extremo afirmar que sin sistema de salud no habría nada. Pero imaginemos un mundo en el que no existieran sus beneficios. No estoy decretando si este sería mejor o peor, simplemente que la totalidad de la experiencia humana se vería gravemente afectada si aún muriéramos de viejos a los treinta. Habría que cotejar la probabilidad de contar con internet, arte abstracto, carne de soya, naves espaciales y Google si no tuviéramos antibióticos y vacunas. O si se prefiere bajo un marco histórico más amplio, sin el repertorio de remedios que fuimos desarrollando nunca hubiera sido posible establecernos en comunidades más grandes que tribus. Porque hasta las epidemias más inocuas habrían barrido con nuestros asentamientos. Y entonces sí, la cultura, la literatura, la tecnología y demás disciplinas que se desee enumerar, jamás podrían haber alcanzado su nivel actual.
Como suele suceder con todas las cosas que nos distinguen, nos las hemos arreglado para llevar la medicina moderna hasta sus últimas consecuencias. La era de esplendor del Homo sapiens farmakon está marcada por una diversidad casi absurda de medicamentos y una población de individuos definitivamente exagerada. Somos muchos y seremos más, y cada vez la fracción humana correspondiente a la ancianidad será más grande: según la O.N.U. en el 2050 alcanzará el dieciséis por ciento de la población global. Se calcula que los adultos mayores consumen, en promedio, entre tres y cuatro comprimidos al día. Tomando en cuenta que aproximadamente el ocho por ciento de la población terrestre cuenta con sesenta y cinco años o más, estamos hablando de dos mil millones de pastillas diarias. Y si a esta cifra agregamos a los niños, enfermos crónicos, alérgicos e infectados por patógenos, entonces, la cantidad de medicamentos utilizados diariamente por la humanidad, aumenta exponencialmente. Los números no son fáciles de estimar, pero con facilidad se rebasan los cuatro mil millones de unidades por día .
Sin embargo, por mucho que avance la ciencia, nunca podremos eludir el viejo proverbio: polvo somos y en polvo nos convertiremos. Al menos en un sentido químico así es: moléculas somos y en átomos libres nos disgregaremos. Mientras nuestra certera extinción llega a su momento, sigámosle tupiendo con gusto a los fármacos que nos dan identidad…