Escuchamos hablar de Hernán Cortés y la imagen que nos viene a la cabeza es la de un hombre cruel, calculador, ambicioso y rapaz. Y probablemente cumpla con más de uno de esos apelativos. Pero con frecuencia pensamos que todos los que lo acompañaron en la Conquista de Mexico eran idénticos a él. Esos hombres que se lanzaron a la aventura con el conquistador y zarparon de Cuba sin tener mucha idea de a dónde llegarían y qué les esperaba, no eran todos iguales ni en rango, ni en educación, ni en aspiraciones, ni en ambición siquiera. Eran casi 600 hombres y entre ellos había soldados, escuderos, bufones, carpinteros, herreros, marinos, cocineros, sacerdotes, astrólogos, esclavos y criados. Además de poco más de una docena de caballos, traen un par de perros (uno de ellos ladra sin parar en las noches aterrorizando a los indios) y para comer no llevan mucha variedad: vino, pan de cazabe y tocino.
Esos hombres “comunes” que eran españoles pero que no tomaban parte de las decisiones de los jefes, ¿qué sentían? ¿Qué pensaban? ¿Qué anhelaban? Podemos intuir que eran aventureros y, por supuesto, también algo ambiciosos. Lo que pocas veces nos preguntamos es cómo esos hombres (aunque escasas, parece ser que algunas mujeres los acompañaron en la expedición, pero nada sabemos de ellas) vivieron un largo recorrido lleno de peligros e incertidumbre, desde que tocaron las costas de lo que hoy es Mexico y llegaron a una de las ciudades mas ricas, populosas e imponentes de su tiempo: la gran México-Tenochtitlán.
Empecemos por lo más evidente. Los españoles y los indios no hablan el mismo idioma, pero eso no es todo. No tienen referentes compartidos como para poder comprender lo que se intentan decir. Cortés corre con la suerte de toparse a un náufrago español, perdido desde hace 8 años, que habla maya: Jerónimo de Aguilar. Después aparece en escena Malintzin, quien habla maya y náhuatl. Personajes que se convertirán en inseparables de Cortés y que serán el puente que permita la comunicación, aunque siempre plagada de equívocos y supuestos, entre los indios y los españoles. El resto de los españoles, ¿qué tanto entendían de esas conversaciones, de los gestos, de las explicaciones y de las “traducciones” entre esos dos universos que nada tenían en común?
Así las cosas, Cortés va poco a poco indagando sobre ese reino fabuloso y tiránico que está instalado en un islote en medio de 5 lagos. Conforme avanza, Cortés saca provecho de las enemistades y los rencores que suscita el poderío de esa ciudad y su gran señor: Moctezuma. En ese lento avanzar, cada paso lleva a lo incierto, a lo desconocido, al terror de recibir en el siguiente claro una lluvia de flechas envenenadas o, lo que es peor aún, toparse con los cadáveres sacrificados y medio devorados de otros seres humanos. Los templos con los que se van encontrando están llenos de costras de sangre. Los ruidos, los olores, las plantas, las frutas, los animales, les son ajenos. ¿Qué hierba cura y cuál produce urticaria, diarrea o hasta la muerte? ¿Cómo saber qué es comestible y qué no? Los españoles, asqueados, se niegan siquiera a probar los insectos y las raíces que los indios les ofrecen. La comida escasea y no todos los españoles comen, solo Cortés y sus hombres más cercanos tienen garantizado el sustento gracias a los regalos (guajolotes, tortillas, miel) de las tribus que se van aliando con ellos. El resto tiene que ingeniárselas para comer, ya sea negociar con los indios (a señas y ofreciendo algo a cambio: cuentas, naipes, un sombrero) o, los que son diestros para pescar o cazar algún venado o conejo, venden a otros españoles menos habilidosos los animales que atrapan.
Los mosquitos y alimañas les pican y torturan sin descanso. Por las noches duermen vestidos y calzados para estar listos en caso de un ataque. Oscuridad, ruidos extraños y ese miedo que los acompaña a cada instante. ¿Cómo saber que los indios que se dicen aliados no cambiarán de parecer para decidir que ahora los españoles serán devorados o sacrificados en honor a alguna divinidad? También el clima les es adverso, del calor sofocante y húmedo de Veracruz que pone a arder los cascos y las armaduras de metal, pasan al frío glacial de los volcanes. La gran mayoría no lleva muda de ropa ni cambio de alpargatas. Algunos traerán una camisa de repuesto quizás. Sus armas, lanzas, escopetas, ballestas, las cargan ellos mismos, caminan y duermen con ellas. Solo hay unos cuantos caballos, casi todos van a pie.
¿Dónde están las riquezas y la gloria con las que habían soñado? Solo el miedo, la incertidumbre, lo insólito. Varios se quieren regresar a Cuba, están cansados, hambrientos, temerosos. Cortes logra convencerlos de quedarse. De los casi 600 españoles que salen de la isla, muchos van cayendo en el camino, muertos de una flecha en el oído, en el cuello, en la pierna, desangrados, de fiebre, de hambre, de agotamiento o, los que peor suerte corren, sacrificados a los ídolos de los indios. No llevan sal ni aceite para curarse. Todos los días escuchan que los indios los van a matar y se los van a comer con chile. Ese es el terror más grande, incluso más que morir, ser devorado, no recibir cristiana sepultura.
La conquista se consuma un par de años después y esos hombres tendrán siempre la amarga sensación de que la Corona española no los recompensó lo suficiente por sus esfuerzos y penurias. Que los españoles que emigraron cuando la guerra había terminado, buscando fortuna en la recién creada Nueva España, eran solo advenedizos que no sabían del terror, la soledad y el infortunio.
Referencia: Bernal Diaz del Castillo. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Fernandez editores, 1995, México.
Twitter de la autora: @ursulacamba
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