El Inversor: La vida te da sorpresas

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Salón de clases en De La Salle Dasmariñas, Filipinas (Eric James Sarmiento / flickr)[/caption]

La escuela, no.

La escuela nos da monotonías, previsibilidades, controles y cerrazones como si fueran un valor. Pero no lo son. La escuela se precia de lo que no vale.

Si algo introducen PISA y el marco conceptual pedagógico del desarrollo de competencias en el debate educativo es, precisamente, que las competencias clave para la vida se verifican mediante el desempeño y ese desempeño necesita, para ser tal, plasmarse en situaciones abiertas, inciertas, no predefinidas.

Seré bueno para la vida el día en que mi desempeño en la vida misma así lo evidencie. Cuando sea capaz de actuar donde no sé qué pasa y desarrollarme donde no conozco; cuando consiga imponer mi parecer en medios nuevos y negociar con aquéllos con los que no tengo antecedentes. Enfrentarme a situaciones no laboratorizadas. Aprender del desamor.

Pero la escuela no. La escuela me vuelve a poner, una y otra vez, el mismo reactivo ante mi pupitre para que yo acierte como los que acertaron antes o falle como los que ya fallaron antes. La escuela no me sorprende ni mucho menos se sorprende conmigo. La escuela no me subjetiviza; me estandariza. El maestro ya sabe qué puede pasar con ese ejercicio; ya se aburre y se ha vuelto solo un ser reflejo. Yo soy, para él, una previsión y acabo creyéndomela.

Pero la capacidad de sorprender y de sorprendernos es, probablemente, la capacidad fundacional de nuestra condición humana plena. Quedar pasmados es una señal máxima de humanidad. No saber es el gesto más sabio. Enfrentar a tientas es vivir la vida. Arriesgar es el DNA de los procesos vitales.

Hay pocos laboratorios de escuelas, pero la escuela es un laboratorio. Y sería mucho mejor exactamente a la inversa. La escuela no se aventura y hay pocas escuelas aventureras; muy pocas, que más que marcar una tendencia confirman la regla de las demás que se exculpan en ellas. La escuela se refugia y controla sus variables (de laboratorio) para que allí, en su ámbito y su alcance, no suceda lo que ella misma no sabe cómo gestionar. Las comunidades escolares repudian los experimentos, pero aman sus laboratorios. Detestan ser ámbito de innovación. Queremos (inmoral e inconvenientemente) que las pruebas educativas las “hagan en África” y no con nuestros hijos. Solo queremos lo probado, que es lo aplastado.

¿A poco que las pruebas, las audacias, las innovaciones y las aventuras educativas en general son peores que las consuetudinarias prácticas anquilosadas? Tengo para mi que no. Por eso dejo que mis hijos sean cobayos de laboratorios nuevos, a ver si se salvan. Y te invito…

Conservamos hasta lo indecible lo que ya no vale. Cerramos hasta lo inaudito lo que acaba aburriéndonos de previsibilidad. Tiramos para abajo, en general. Nosotros, la opinión pública; el sentido común. Entorpecemos las audacias a cuenta de lo que nos entierra a cada día. Negamos la vida creando microclimas insólitos. Nos autocomplacemos mintiéndonos y arrastramos a la institución en esas fantochadas. Sacamos miles de fotos de lo que no somos. Exigimos seguridad en el siglo XXI. Nos asustan las sorpresas. Nos preocupa si la tarea no llega, si el profesor es gay, si la bandera no se iza algún día, si la maestra olvidó la letra del himno o si la mochila no porta transportador. Nos indigna la maestra despeinada y con caligrafía desalineada. Nos da insondable sospecha la directora joven. Nos inquieta la falta de recordatorios de la escuela al padre para que mi hijo asuma alguna de sus propias responsabilidades.

La vida te da sorpresas porque así es la vida. Y la escuela, que dice que educa para la vida (y lo diga o no, es para lo que debe educar), se aterra con ellas. Es verdad que las sorpresas inquietan, cómo no; como movilizan, hinchan las venas, dan adrenalina, excitan, dan ganas, fuerzan, jalan, exigen y nos impulsan. ¿Cómo, si no? La escuela, no.

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