Uno de los rasgos fundamentales de Orson Welles fue su desmesurada ambición, su voluntad desaforada de emprender proyectos cinematográficos al borde de la imposibilidad, cierto espíritu falstalffiano que le hizo dejar de creer en los límites materiales del mundo del cine.
Una posible prueba de esto es su adaptación, en 1962, de El proceso, la emblemática novela de Franz Kafka, un relato que al menos de inicio parecería cercado entre las fronteras del lenguaje escrito, la narración de uno de los llamados escritores para escritores, un artífice de la literatura absoluta. Y, con todo, Welles se impuso el reto.
El resultado es una suerte de traducción surreal del mundo kafkiano, el absurdo gratuito y último de una sucesión de situaciones —que, por otro lado, parecen de pronto una metáfora y un reflejo de la existencia misma— sin sentido ni propósito.
Además de la actuación de Anthony Perkins, destaca el uso de luz y del espacio como elementos imprescindibles del estilo del checo.