Non est ad astra mollis e terris via
Séneca
Desde tiempos inmemorables el hombre ha observado los cielos. Dicha actividad no solo ha servido como fuente inagotable de inspiración, también nos ha proveído con información crucial sobre los ciclos naturales de los astros, incluida la Tierra, y del universo. Gracias a la costumbre de voltear la mirada hacia el cielo, la humanidad aprovecha hoy herramientas calendáricas, se ha familiarizado, con cientos de fenómenos climatológicos, y ha sido capaz de entender, en cierta medida, el papel de nuestro planeta en el infinito desdoblado, el cosmos.
Cuando ese mismo ejercicio se practica durante la noche entonces se torna en una experiencia de entrañable poiesis. Mediante la contemplación de los astros, además de obtener preciada información sobre el orden de las cosas, difícilmente una persona dejará de experimentar esa especie de exhalación lumínica, ese abrazar al vacío donde las fronteras se diluyen –la ineludible proyección del plexo como infinito cuenco.
Más allá de las múltiples experiencias informativas y místicas que el observar las estrellas nos brinda, existe un intrigante fenómeno a cuya reflexión valdría la pena dedicar unos momentos: la posibilidad de viajar a través del tiempo, de desafiar la linealidad cultural que imponemos a esta variable del eje existencial (el tiempo-espacio).
Como muchos sabemos, las estrellas que podemos apreciar hoy, en realidad son entidades que bien pudieron haberse desintegrado hace milenios. Sin embargo, el tiempo que tardan sus partículas de luz en completar el trayecto que les separa de nosotros, hace que la fuente de la información óptica que hoy podemos apreciar, bien podría ya no existir o existir en un tiempo radicalmente lejano al nuestro –por ejemplo, la luz solar que percibes en este instante, en realidad existió hace 8 minutos y 19 segundos, y existen estrellas observables a distancias miles de veces mayores que la que nos separa del sol.
De acuerdo a lo anterior, podríamos especular que al contemplar una estrella estamos, en cierto modo, conectándonos con ‘un algo’ que ya no existe en el presente –y el hecho de percibirlo sugiere una proyección en el tiempo a otro punto del axis.
Rupert Sheldrake, brillante biólogo de la Universidad de Cambridge –y a mi juicio una de las mentes más lúcidas de nuestros días–, advierte que al recibir la información visual emitida por una estrella y proyectar su imagen con nuestra mente, estamos entablando una comunión con dicho objeto. Y dicha conexión se lleva a cabo no con la estrella actual, sino con la existencia pasada de ese cuerpo, es decir, estamos sosteniendo una relación más allá de la linealidad temporal.
Independientemente de tecnicismos y minuciosos argumentos, lo cierto es que el contemplar las estrellas es en sí uno de los fenómenos científicos más poéticos que tenemos a nuestro alcance –y si reflexionamos en torno a esta acción, en algún punto pareciera confirmarse que bien podríamos hablar de una proyección a través del tiempo.
Para concluir solo me queda invitarlos a contemplar las estrellas, no solo por el masaje visual o la “sensibilizante” experiencia que esto conlleva, también por que desde el punto de vista de la ciencia poética nos estamos sumergiendo en una comunión transtemporal –el eco lumínico de un pasado aparentemente distante. Y qué más estimulante que convertirnos, oficialmente, en crononautas, y sobretodo, hacerlo de una manera tan estética como mirar las luces allá arriba –además, se rumora, todos somos polvo de estrellas.
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