Esta primera secuencia de Werckmeister Harmonies de Béla Tarr contiene al mundo, al sistema solar y al universo. Contiene también la poesía de la que es capaz el ser humano, y es atemporal. Es un fragmento cinematográfico que pudo haber sido filmado en cualquier década después de la introducción del sonido y de los lentes que permiten profundidad de campo. No es simplemente la puesta en práctica de un eclipse o la coreografía entre los hombres, el movimiento de cámara y la composición musical: es un sublime instante de occidente que le debemos al maestro húngaro. Filmado en 35 mm, el plano-secuencia dura nueve minutos y medio, cerca del límite de lo que una bobina de película permite.
Según Tarr, todas sus películas tratan sobre la dignidad humana. En este caso es la dignidad del hombre frente al cosmos desde una cantina, en un pueblo perdido en el centro de Europa. Los astros encarnados en seres humanos, la infinitud del espacio narrada por un joven. La fotografía en blanco y negro y la exquisita banda sonora son una dupla perfecta. Hay pocos momentos tan significativos en la historia del cine como esta primera secuencia, y así está bien: si los tesoros no fueran pocos no serían tesoros.
El pueblo de Werckmeister Harmonies se parece a Comala. Aunque los separan décadas y miles de kilómetros, uno vive en el celuloide y otro en el papel, hay una liga que los une. Ambos se caen a pedazos, sí; hay similitudes narrativas, pero lo que comparten más profundamente es la atmósfera. A esa primera secuencia y la cinta completa le agrego como contrapunto tres pasajes escritos por Juan Rulfo en Pedro Páramo:
Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.
En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
A veces los mundos imaginarios son más reales que el nuestro. Los borrachos de Béla y los fantasmas de Juan están vivos en el espacio paralelo que es la ficción, y conviven ahora en estos párrafos. Por un momento es posible imaginarse Comala en blanco y negro, filmado por Béla Tarr, y se escuchan los murmullos de Dorotea y Juan Preciado entre las grietas de las paredes de aquel pueblo que no existe, que solo existe en la pantalla y en la mente del espectador.
Basado en La melancolía de la resistencia, una novela de László Krasznahorkai, en el guión también están esas reminiscencias quizá rulfianas: "Y en ese momento el aire se torna frío. ¿Lo sientes? El cielo se oscurece y todo se vuelve negro. Perros aúllan, conejos se esconden, venados corren en pánico, asustados. Y en este terrible, incomprensible crepúsculo, hasta los pájaros regresan confundidos al nido. Y después: completo silencio. Todo lo que vive está quieto. ¿Se marcharán las colinas? ¿Caerá el cielo sobre nosotros? ¿Se abrirá la tierra bajo nuestros pies? No lo sabemos. No lo sabemos porque un eclipse total ha venido." Dos visiones se contraponen como espectros. La Tierra es vista desde un punto de vista similar, descrita con imágenes y palabras hermanas.
Según Mitl Valdez, quizá el cineasta que mejor ha adaptado la obra de Rulfo, la suya es una "realidad mítica: una dimensión sin tiempo ni espacio definidos (...) en la que confluyen lo terreno y lo cósmico". El mundo de Werckmeister Harmonies es similar: no hay un tiempo ni un espacio definidos; podría ser cualquier momento de los últimos siglos, y el pueblo es un espacio construido a partir de muchos lugares. Al igual que Comala, es un espacio inexistente y fantasmagórico. Y, sobre todo en la primera secuencia, confluyen lo terreno y lo cósmico: astros encarnados en cuerpos humanos.
Béla Tarr presentó El caballo de Turín en la Cineteca Nacional y anunció su retiro como director de cine. Dijo que en adelante se dedicaría a producir, a fungir como paraguas para aquellos cineastas demasiado frágiles para enfrentarse a las inclemencias de la producción cinematográfica. En suma, dio por terminada su obra, de la que Werckmeister Harmonies es pieza clave.
Valusca lo dice bien al final de la secuencia: "Pero, señor Tarr, esto todavía no termina".