Una de las maneras más elementales, pero también más certeras, para definir una adicción, asegura que esta adquiere tal estatus en la vida de una persona cuando obstruye su cotidianidad y le impide realizar tareas de las que de otra manera sería responsable. Recoger a sus hijos de la escuela, asearse, tender la cama, visitar a un pariente, etc. Como expresión de nuestra pulsión autodestructiva, la conducta adictiva tiende a eso: a minar paulatina pero inexorablemente la existencia.
De ahí que, como una suerte de cláusula del contrato social, esa entidad colectiva que llamamos Gobierno en algún momento de la historia, por razones de salud pública, de bienestar común, haya entendido que no hay ningún beneficio en que una buena parte de la población caiga en las adicciones, pues por lo regular, fácticamente, esto impacta negativamente en el desarrollo de una sociedad. Como lo demuestran varios ejemplos históricos, cuando una civilización alcanza su punto más bajo en la decadente satisfacción de los apetitos, su fin está pronto.
La galería que compartimos en esta ocasión se compone de carteles que buscaban desalentar el alcoholismo en la Rusia soviética, una campaña que algo tiene de paradójica o aun de inútil en un país conocido por su elevado consumo de alcohol per cápita.
Asimismo, los afiches destacan por motivos gráficos e ideológicos, por su singular estética ―que algo tiene de decimonónica y de moralina, de cruelmente ingeniosa en algunos casos e incluso un tanto vanguardista en otros― y por su manejo del discurso, recurriendo a confrontaciones directas, a comparaciones entre la vida turbulenta y atribulada del alcohólico y esa otra más sosegada y quieta del sobrio, la de aquel que vive como un cerdo y este otro que disfruta de la paz familiar.
Propaganda, a fin de cuentas, pero quién sabe, quizá más de un ruso, al mirarse en el espejo de los colores y las formas, de los arquetipos transformados en publicidad, decidió cambiar de vida ―y abrazar la más emocionante de los excesos sensuales.
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