Salinger, Murakami y la secreta hermandad de los introvertidos

Para los lectores de habla española, El guardián entre el centeno debe ser uno de los libros más misteriosos que han existido en las últimas décadas, sobre todo si nada se sabe ni de su contenido ni de su autor. Es posible imaginar a una persona con un ejemplar entre las manos, teniendo a la vista únicamente un título y un nombre y un gran vacío en la cuarta de forros donde cualquiera está acostumbrado a encontrar esa apretada síntesis que nos da una idea de lo que podríamos encontrar una vez abierto el libro.

Pienso, claro, en la edición de Alianza Editorial, prácticamente la única que se consigue desde hace varios años y la cual tuvo por mucho tiempo una gran cubierta blanca con letras impresas en rojo y negro: rojo para El guardián entre el centeno y negro para J. D. Salinger. Si no recuerdo mal, este diseño obedece a petición del propio Salinger, quien deseaba que nadie se formara una impresión de su relato sin leerlo realmente. No sé si esto es cierto, ni siquiera sé cómo lo sé, pero de algún modo casa perfectamente con la personalidad del escritor estadounidense y su legendario aislamiento del mundo que incluso se expresó en sendas demandas legales para evitar que detalles sobre su vida personal, descritos en una biografía preparada por una de sus parejas sentimentales y otra por su propia hija, se hicieran públicos.

Pero más allá de la anécdota, de algún modo me parece enigmático que un libro de semejantes características sea uno de los más aclamados y, más importante, leídos. Me sorprende un poco que sin saber de qué trata un libro este puede difundirse tanto y sostenerse en el gusto literario de los lectores, quienes en cierta forma carecen de ese recurso cuasi publicitario de poder resumir, en veinte palabras, la trama de un relato para así recomendarlo a otros, uno además que una vez reducido a sus elementos más básicos parece incluso un tanto simplón: un muchacho proveniente de una familia más o menos adinerada que no se adapta con facilidad al modo de vida de su clase media, una suerte de anti-Bildungsroman que habla menos sobre el aprendizaje y la edificación moral que sobre el fracaso, en todos sentidos, al que algunos parecen encaminados desde el origen.

Mi hipótesis es que El guardián entre el centeno pertenece a esa rara especie de libros que se dirigen directamente al ánimo del lector, a sus estructuras de personalidad más profundas, a su esencia misma, a su manera de ser y estar en el mundo, en este caso a un tipo de personas muy específico que por comodidad catalogaré como los introvertidos.

El guardián entre el centeno es un libro escrito por un introvertido para introvertidos. ¿Cómo defiendo esto? Apuntando hacia uno de los rasgos que considero más característicos del estilo de escritura demostrado en esta novela: aquello que realmente pasa, aquello que realmente puede considerarse literatura en El guardián entre el centeno, ocurre al interior de la mente de Holden Caulfield, su ya emblemático protagonista.

El guardián… no es, por decir algo, una novela realista en la que la literatura va levantándose poco a poco con exhaustivas descripciones de un salón o un bosque, de un vestido o un peinado. Tampoco se trata de un delirio kafkiano en que todo oscila confusamente entre una realidad terrible y desmesurada incrustada inexplicablemente en la mediocre cotidianeidad de la decadente burguesía decimonónica.

Salinger, propongo, lleva a la letra escrita eso que de algún modo hacemos todos y que es también uno de los problemas más recurrentes de la filosofía moderna: el hecho de que nunca vemos al mundo en sí, sino a través de referentes que parten de esa fuente que solo por una ilusión del pensamiento consideramos primigenia, el lenguaje. “Por el lenguaje el hombre es una metáfora de sí mismo”, escribió Octavio Paz en El arco y la lira.

El lenguaje es el referente más elemental, que como la hidra del mito, se ramifica en muy diversas expresiones. Vemos el mundo gracias a sus significados, pero la forma que toman estos es casi infinita. Dependiendo de las inclinaciones de cada cual, de sus experiencias vitales, de su curso de vida, algunos verán el mundo a través del filtro de la experiencia estética —cinematográfica como Manuel Puig, literaria como tantos y tantos escritores, pictórica como Proust, musical como Mann— y, entonces, una situación les remitirá al pasaje de un libro, a la secuencia de una película, al fragmento de una sonata o un concierto, a la escena de un óleo. Pero igualmente puede ser que alguien, encontrándose en medio de una cena familiar, acuda a sus propios recuerdos y simultáneamente se encuentre en esa cena y otra en la que participó veinte o treinta años atrás. 

Esto lo hacemos todos, me atrevo a decir que sin excepción, variando únicamente el grado de intensidad con que se practica el recurso y los referentes de los cuales nos asimos.

Ahora bien, tomando en cuenta que los introvertidos son personas que viven más en su mente que en el exterior, personas en quienes la llamada “vida interior” es mucho más vívida, valga la redundancia, que los tratos con el exterior, es de suponer que dicho mecanismo de estancia en el mundo sea llevado a niveles que otro tipo de personas no conocen ni frecuentan. Los introvertidos aparentemente viven poco (hablando cuantitativamente) porque todo lo viven doble o triplemente en sus cabezas, mirándolo a veces desde distintas perspectivas y otras, tortuosamente, desde la misma, en una cantidad obsesiva de repeticiones que les permita comprender un mundo que les parece esencialmente incomprensible, descifrar un enigma del que saben de sobra que no tiene solución.

Por esta razón es por la cual acudo a dicho término para hablar de la novela de Salinger. Lo verdaderamente impresionante de su joven protagonista es todo lo que pasa por su mente, los conflictos por los que atraviesa su atribulando intelecto, visible y dolorosamente inmaduro para las situaciones en las que se ve inmiscuido. De ahí también que lo perturbador se esconda en los silencios inescrutables de Holden, en los cuales se adivina que se esconde más de lo que puede encontrarse en el texto. Como el introvertido de manual, el muchacho piensa más, mucho más, de lo que dice y hace.

Mientras leía El guardián… y notaba esto, fue un tanto inevitable pensar en Murakami, cuyos personajes mejor logrados son también personas confundidas, divididas psicológicamente, resquebrajadas en su integridad mental en ese punto más o menos peligroso que se tambalea entre la normalidad funcional y la locura que todo lo bloquea. Asimismo, como con Salinger, los personajes del japonés siempre están viendo lo que no está ahí, estableciendo comparaciones y símiles y metáforas, deconstruyendo la azarosa retórica de las relaciones entre la cosa en sí y la imprevisible percepción que tenemos de esta. Y la semejanza no es fortuita ni pretende sorpresa: es bien sabido que Murakami cuenta entre sus influencias o al menos escritores preferidos a Salinger e incluso ha traducido parte de su obra a su lengua natal.

En todo caso lo que de algún modo sí puede considerarse una casualidad no fácilmente explicable, es que Murakami haya terminado convertido en un escritor de millones de ejemplares de ventas a pesar de la oscuridad de sus primeros libros, la densidad anímica de títulos como La caza del carnero salvaje, Sputnik, mi amor o la titánica Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, que sume al lector en un pantano de melancolía, fatalidad y frustración.

De Murakami pienso lo mismo que de Salinger: que su éxito se debe en buena medida a que, por su estilo, se dirige directamente a los introvertidos del mundo, algo que es de suma importancia porque estos, cosa curiosa, se saben solos pero al mismo tiempo sienten una secreta satisfacción cuando encuentran a otros que son como ellos. La soledad del introvertido se atempera cuando este descubre no solo que allá afuera hay otros como él, sino que además estos otros han sido capaces de convertir lo que son en algo más, en algo que de algún modo trasciende sus propias y en ocasiones dolorosas limitaciones.

Cuando se descubre que a pesar de su complicada simpleza, de su pesadumbre, de la renuencia a participar del mundo y sus mecanismos, personas como Salinger y Murakami encontraron o se hicieron a sí mismos un asidero de otro tipo, entonces, después de todo, piensa el introvertido, puede ser que él también pueda.

Twitter del autor: @saturnesco

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